La conciencia es la percepción compleja que una persona tiene de sí misma, de sus pensamientos, de su entorno y de sus acciones, también de reconocerse como un ser único e irrepetible que piensa y razona; incluso es capaz de contradecirse enfrentándose a sí mismo en la toma de decisiones, en esa dicotomía entre lo que está bien o mal, o si se quiere, de la experiencia subjetiva y del mundo exterior. En este punto habría que distinguir entre conciencia y consciencia. En el primer caso es algo que da valor ético o moral a los actos de nuestra vida, y en el segundo significa el ser consciente de lo que hacemos.
Desde el punto de vista de la antropología podría decirse que es como una huella que forma parte de nuestro ADN y que nos aconseja la toma del mejor camino. Cabría preguntase ¿los homínidos primitivos eran portadores de esa conciencia, o por el contrario ese valor ético o moral fue incorporándose a medida que la evolución fue haciendo su labor a través del tiempo? Si la función hace el órgano, es lógico pensar que en este caso también debió de ser así.
De ser acertada esta reflexión, podría ocurrir que nuestra conciencia sea fruto de la evolución, por lo que, siguiendo esa lógica cabría pensar que en el futuro los seres humanos seremos mejores. Pero cuando me planteo esa posibilidad, algo en mi interior me hace dudar. No tengo una respuesta clara, puesto que la condición humana, hoy por hoy, es una profunda y oscura sima por explorar. Hoy la ciencia conoce el área en donde este ¿don? está ubicado en nuestro cerebro, a esa zona se le llama «la voz de la conciencia». Confío en que más temprano que tarde, la medicina a través de la inteligencia artificial nos desvele el misterio de donde nos viene esta dádiva que habitualmente nos hace ser mejores.
Maquiavelo dijo: «No importa que tan buena persona seas. Todos somos malos en la historia de alguien, así que disfruta tu rol y al menos sé un villano memorable».