Estampa: Puerta de los Leones

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

ED

02 abr 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

En Jerusalén era Domingo de Ramos, como hoy, y mi amiga Christina me había invitado a acompañarla a la liturgia. Como muchos cristianos árabes de Tierra Santa, Christina no creía, pero reverenciaba las tradiciones. Yo nunca había ido a ver esta, así que sería mi guía. Madrugué para encontrarme con ella en la iglesia del Santo Sepulcro, donde se había reunido ya una muchedumbre desordenada de fieles y turistas filipinos. El patriarca latino oficiaba para los católicos, mientras los armenios y los coptos daban las tres vueltas rituales al Santo Sepulcro, chocando entre ellos ocasionalmente. Christina era copta, pero no se sumó a la procesión porque no le gustaba que la empujasen. Vivía parte del año en Dinamarca y, en algunos aspectos, era muy escandinava. Luego comenzó la misa, con el Canto de la Pasión en latín a tres voces.

Más tarde, subimos al monte de los Olivos. Desde la iglesia de los franciscanos de Betfagé sale la procesión que rememora la entrada de Jesucristo en Jerusalén. Lo que cuentan los evangelios es que la multitud le recibió con ramos de palmas y le ofreció un asno para que, de ese modo, se cumpliese la profecía de las escrituras, según las cuales, el Mesías de los judíos entraría en la ciudad a lomos de uno. Cuando llegamos se estaban ya repartiendo los ramos, que eran de allí mismo, del valle de Cedrón, en realidad, el único lugar donde crece de manera natural la palma en Jerusalén. Allá abajo se veía la Ciudad Vieja y su cúpula dorada, brillante como una joya bajo el sol de la primavera temprana. La procesión comenzó a descender por el monte, una fila colorida que iba cantando un hosanna un tanto desmañado. La tradición judía, musulmana y cristiana quiere que este valle de Cedrón o Kidrón sea el mismo valle del Josafat donde tendrá lugar el Juicio Final. Por eso, las laderas están cubiertas de tumbas barnizadas de amarillo por el polvo del desierto. De un lado, se alzan las tumbas judías, del otro, las musulmanas, en la silenciosa unanimidad de la muerte.

«Se dice que, cuando llegue el Día del Juicio —comentó Christina—, tendrán ventaja los que están enterrados ya aquí. Dios estará de mejor humor al principio, luego se le irá acabando la paciencia. Al menos sabemos que nosotros dos volveremos a encontrarnos en este mismo lugar. Esperemos no llegar muy tarde». Ella se marchaba en unos días de vuelta a Dinamarca, con poca idea de regresar. Luego, al pasar junto al santuario del Dominus Flevit, me explicó el sentido de esa frase latina. «El Señor lloró. Se refiere a que Jesús lloró al ver Jerusalén. No me extraña. Yo tengo el mismo impulso cada vez que vengo». Fue entonces cuando me di cuenta de que, en efecto, se iba para siempre.

Poco después, la procesión entraba por la Puerta de los Leones, camino de la iglesia de Santa Ana, mientras se desgañitaban todas las campanas de Jerusalén. Nosotros nos quedamos allí, contemplando el trasiego. Un niño fustigaba con una vara un asno para que se moviese. Yo buscaba los famosos leones esculpidos en el arco, los que se aparecieron al sultán en un sueño. Había allí un tipo con aspecto europeo, alemán o norteamericano, con un caballete desplegado, pintando al óleo la Puerta de los Leones. Los niños palestinos estiraban el cuello para ver lo que hacía y los viandantes se paraban para valorar la precisión del paisaje. «Iktiir hilu!». Muy bonito, le decían. Y se me ocurrió que, algún día, aunque fuese únicamente con palabras, me gustaría a mí también hacer un retrato al óleo de aquel día y de aquella escena pintoresca: el arco, el niño montado en el burro, el tipo con el caballete…