La muerte

Ruth Nóvoa de Manuel
Ruth Nóvoa DE REOJO

OPINIÓN

miguel souto

29 oct 2022 . Actualizado a las 15:20 h.

Amis abuelos paternos los velamos en casa en unos años en los que yo no sabía lo que era un velatorio. Tampoco sabía muy bien lo que era la muerte, más allá de que tenía color negro y olía a incienso. Los despedimos en la habitación que teníamos para ellos y se me hizo complicado ver un ataúd donde antes había una cama y un par de mesillas. Durante décadas no me gustó esa habitación. Y cuando tenía que entrar, salía a todo correr y cerraba la puerta con prisa, incómoda. Por mucho que hubiera pasado el tiempo, recordaba la caja en el centro y esas lámparas que simulan ser cirios y que incluso parpadean como la llama de las velas. Tuvieron que llegar mis hijas para elegir ese como su cuarto preferido y llenarlo de vida para sacudir mis reticencias.

Recuerdo que cuando falleció mi abuela, ya por la noche, en la cama, le susurré a mi hermana mayor que tenía miedo. Ella me dijo que no fuera tonta, que no tenía nada por lo que temer. «¿Y si se me aparece?», le contesté con una pregunta. Supongo que se sonrió mientras me ordenaba que me durmiese y me decía que la vida no es como las películas.

También recuerdo de aquel tiempo los comentarios apesadumbrados de mis padres cuando veían las esquelas. «Dios mío, qué joven era». Leía por encima de sus hombros, me fijaba en las edades y no entendía nada. De hecho, mis padres me parecían unos exagerados. Yo —que contaba mi vida con una sola cifra— creía que alguien con 50 o 60 años era viejísimo. Eso, claro, se me curó con el tiempo.

Sigo teniéndole miedo a la muerte, aunque ya sé que no existen los fantasmas. Pero es que no hay nada más temible que el vacío que dejan aquellos que no quieres que se mueran nunca.