Cuando uno ve por televisión, desde la orilla húmeda de este sitio distinto, que dirían Os Resentidos, la ola de calor que sofoca España, se acuerda de cosas como la sala donde se reúnen los doce hombres sin piedad o el apartamento de los Kowalski a donde se llega en un tranvía llamado Deseo. Para calor, el que padeció T. E. Lawrence cruzando el desierto árabe de Nefud para llegar a Áqaba —que resultó ser la playa del Algarrobico en Carboneras, Almería— o el que sintieron Tintín, Milú y el capitán Haddock en el Sáhara cuando buscaban el cangrejo de las pinzas de oro. El calor ha sido protagonista de romances y aventuras, como un personaje invisible y omnipotente, marcando destinos, la fatalidad. A veces, con el calor se desata la tragedia y dos hermanos matan a sus vecinos en un pueblo de Badajoz llamado Puerto Urraco, por poner un ejemplo. Pero el calor también es la noche estrellada, el olor de los pinos y la refracción en la piel del sol de la playa, el placer del cansancio de las extremidades por las olas y los bailes, una hoguera con ascuas para las sardinas, la guitarra, el sexo. El calor, que aquí atesoramos con los recuerdos lejanos de la infancia, es también vida, y por el calor se escribieron cosas como Las mil y una noches o El cuarteto de Alejandría. Y sobre todo, mientras vivía en Tánger con un loro, Paul Bowles imaginó la historia desgarradora de El cielo protector. El calor es la felicidad, pienso mientras extiendo sobre mi cama el edredón de verano. ¡Sitio distinto!