Lecciones para después de una guerra

OPINIÓN

18 abr 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

La razón por la que el mayo-68 no dejó muchos posos en España es que, en ciudades como Madrid y Barcelona, que acumulaban la mayoría de los obreros, sindicalistas y estudiantes que protagonizaban aquellas intensas movidas, las revoluciones importadas de los campus de Berkeley, Columbia o Nanterre fueron interpretadas en clave antifranquista, o como los prolegómenos de una perentoria Transición que después supimos hacer mucho mejor de lo que todos profetizaban. 

A aquella situación le debemos dos cosas que podíamos haber hecho mejor. Que, en vez de dedicarnos a asimilar los estilos y valores de las avanzadas, cuya característica más visible era la aparición de los paradigmas feminista, ecologista, pacifista e igualitario, perdimos mucho tiempo en hacer comparaciones envidiosas y acomplejadas con los países de nuestro entorno, lo que, en vez de proporcionarnos las lecciones que buscábamos, nos provocó un autoodio irracional y desmesurado que nos ocultó muchas oportunidades de cambio de nuestra propia sociedad. Y que buena parte de la progresía de izquierdas se obsesionó hasta tal punto con borrar la historia del franquismo, que acabó convirtiéndola en una clave de interpretación de nuestro país que nos jugó —y sigue jugando— malas pasadas.

De ahí proceden los que, creyendo que Stalin debía ser antifranquista, anticapitalista y eficiente desmitificador de las religiones y las filosofías idealistas o escolásticas, no supieron ver que Stalin era un militarista redomado, que creía que la violencia, la represión y la guerra eran las parteras de la modernidad y la justicia social. Y ahí surgieron también los que, creyendo que EE.UU. era un país de ricos e imperialistas, acabaron convencidos de que solo allí se fabricaban las contradicciones del capitalismo que nos iban a regresar al Paleolítico. Así se explica que el PSOE entrase en la democracia desconfiando de la OTAN y del atlantismo —porque yo no me creo que González hiciese pedagogía con los faroles—, e imitando a los listos como Suecia, Finlandia o Suiza, que iban a evitar la guerra a base de desarmarse y tocar la pandereta en las noches de luna llena.

Por eso creo que ha llegado el momento de reflexionar sobre aquel tiempo, del que venimos, para asumir con sinceridad y expresa conciencia de rectificación los cambios que aún hoy se están operando en los equilibrios del mundo. Porque Sánchez aún entró en este período matizando nuestra aportación a la defensa de Ucrania, como si los Estados Unidos fuesen una nación imperialista, y nosotros una ONG que reparte cascos, chalecos antibalas y toneladas de fideos.

La realpolitik se impone más que nunca. Y cuando naciones tan pacifistas y felices como Suecia, Finlandia y Suiza, o como aquella Alemania que forzó a todo el mundo a armarse contra ella, empiezan a caerse del guindo, es tiempo de cambiar de mentalidad, para reflexionar muy en serio sobre las condiciones de la paz. Una tarea que es más difícil y urgente de lo que la opinión pública parece suponer.