Onda corta

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

ED

27 mar 2022 . Actualizado a las 08:26 h.

Leo que la BBC ha vuelto a emitir en onda corta para Ucrania, algo que no hacía desde que en el 2008 cesó sus transmisiones por este método. El ejército ruso ha destruido parte de la red de comunicaciones e internet apenas funciona, así que ha habido que regresar a esta tecnología del siglo XX que no requiere de infraestructuras sofisticadas.

A muchos nos trae recuerdos. Los receptores de onda corta eran una pequeña señal de cosmopolitismo, como proclamaban orgullosamente en su carcasa con un globo terráqueo o una lista de capitales exóticas en el dial (Londres, Nueva York, Nairobi, Yakarta…). Recuerdo el orgullo con el que compré la mía, allá por mis diecisiete años. En la oscuridad de mi cuarto, era como un ojo de cerradura para ver el mundo. Se podía escuchar Radio Albania, que arrancaba sus emisiones con La Internacional, y cuyos locutores hablaban como los malos de las películas de James Bond, o Radio Moscú que anunciaba todas las semanas el fin del capitalismo. La Deutsche Welle alemana daba la impresión de que no había renovado su catálogo de discos desde los años 50, mientras que las locutoras de Radio France Internacional decían las noticias susurrando como Jane Birkin en Je t'aime moi non plus. Voice of America ponía a Glenn Miller a todas horas y Radio Cairo a Umm Kalzoum. Cuando ibas moviendo el dial, se oían toda clase de sonidos extraños y futuristas. Algunos eran interferencias de los satélites que pasaban por encima de nuestras cabezas. Otros eran las inquietantes «emisoras de números». Recuerdo que en una un tipo que recitaba durante horas lentamente nombres rusos (Ivan, Masha, Vladimir, Feodor…), en otra un niño repetía únicamente números en inglés… Se decía que eran mensajes en clave para espías infiltrados a ambos lados del Telón de Acero. Y es exactamente lo que eran. El sonido de fritanga de la onda corta, con sus interferencias y sus locuras, era el sonido de la Guerra Fría. No me extraña que haya vuelto.

Yo había comprado mi receptor para mejorar mi inglés, pero fue lo que acabó despertando mi vocación por la política internacional. Escuchaba sobre todo el servicio internacional de la BBC. Seguía con pasión aquellas voces timbradas de acento oxoniano, ridículamente calmadas en mitad de un tiroteo en Kinshasa o en Sri Lanka. La voz de los míticos Julian Marshall, Owen Bennett-Jones o Robin Lustig me eran tan familiares como la de mis padres. Tuve la oportunidad de decírselo al propio Robin Lustig muchos años después, cuando me tocó trabajar con él en un reportaje. Me preguntó quién me había enseñado mi inglés. «Usted», respondí. Y hablamos de los receptores de onda corta. De cómo la señal iba y venía como un oleaje que a veces se convertía en una marejada, y entonces había que ir buscando un punto de la casa en el que la recepción fuese mejor. Te ibas al pasillo, te subías a la mesa, y generalmente acababas en una ventana con el brazo estirado, en una inverosímil postura de ballet, para no perderte qué había pasado en el golpe de estado de Filipinas o en las inundaciones de Bangladés.

Un día, cuando vivía en A Coruña, buscando la señal, incluso acabé en la playa de Santa Cristina en mitad de la noche, bajo un cielo estrellado de verano. Y recuerdo perfectamente como allí, sentado solo en la arena, escuché con reverencia, primero las señales horarias, luego la voz que decía This is London y en seguida la épica melodía del «Lillibulero» con la que empezaban entonces los informativos. Y me sentía un ciudadano del mundo, y que el mundo era uno solo.

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