Los monos infinitos

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

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02 ene 2022 . Actualizado a las 18:37 h.

Después de hacer aquí la semana pasada un elogio de la máquina de escribir, una asociación de ideas me llevó a acordarme del famoso Teorema de los Monos Infinitos, que nació, creo yo, a raíz de la generalización de aquellos artilugios. El teorema lo desarrolló el matemático Émile Borel en 1913 y consiste en la hipótesis de que un millón de monos tecleando por un tiempo infinito durante diez horas al día (esto era antes de que en Francia se instaurase la jornada laboral de ocho horas), terminarían escribiendo el Hamlet de Shakespeare. Lo que Borel quería mostrar es que no importa lo improbable que sea un hecho, si se le da el tiempo suficiente terminará ocurriendo. Esto tiene una enorme importancia para entender, entre otras cosas, por qué existe algo tan inverosímil como la vida o el universo.

Claro está que lo de Borel era una metáfora, un ejercicio mental, porque ni existen monos que vivan eternamente, salvo quizás Sun Wukong, el mono rey de la tradición china, ni los animales tienen interés por la escritura de ficción, a no ser Arlecchino, el setter de la hija del novelista Thomas Mann, Elisabeth. A Arlecchino se le enseñó a teclear en una máquina especialmente adaptada y, aunque cometía muchas faltas de ortografía, se enviaron sus textos a un crítico de poesía que aseguró que mostraba una clara influencia del concretismo brasileño (lo que no dice mucho en favor del concretismo brasileño). Ya decía el filósofo Gian-Carlo Rota que entrenar animales para teclear a máquina no es una técnica eficiente para escribir un libro.

Aun así, el Teorema de los Monos Infinitos se ha intentado demostrar en la práctica al menos tres veces, que yo sepa. En su día, unos expertos de la Universidad de Plymouth dejaron un teclado de ordenador durante un mes en la jaula de seis macaos del zoo de Devon. El resultado fueron cinco páginas impresas casi exclusivamente con la letra «S». Luego los macacos se dedicaron a golpear el teclado con una piedra y a hacer sus necesidades en él, lo que no está claro si expresaba su opinión acerca de Shakespeare o del experimento. También hace ya bastantes años que hay una página de la red (The Monkey Shakespeare Simulator) en la que un programa simula una población de «monos» virtuales que, por el momento, ya han producido veinticuatro letras consecutivas de Enrique VI Parte 2 y treinta de Julio Cesar. Y luego está el experimento más exitoso hasta ahora, que es el de Jesse Andersen, quien también ha creado un programa de ordenador en el que su millón de «monos» ya habían escrito, en un mes, La tempestad, Como gustéis y Trabajos de amor perdidos, entre otras.

Pero yo diría que los monos de Andersen hacen trampa, porque lo que ocurre es que el ordenador toma cada palabra con sentido que genera el azar y la va colocando en su sitio hasta que se completa el texto. Si escribir fuese tan fácil no estaría yo aquí a las dos de la mañana tecleando, no sé si como un mono, pero desde luego solo, sin la ayuda de otros 999.999 congéneres y sin el beneficio del infinito. Así que yo también he decidido probar suerte y para terminar este artículo voy a teclear un texto aleatorio, como una versión en miniatura del teorema de Borel. Y el resultado es éste: Paooi ovaou vaou vou vqou ao a v oi outu ou o ii uoiu oigf g ll ldlgjd g aljd ou eoi toi hfiwy ser o no ser yuiyglspp k ou oi ogiu odiu oiu oiu douh oiu ou dsofu sodfu osud dfoius odfiu osudf nvbiw 0u tqi oiu tv oi rroiu odu oiuotyg98wye hghsliihwghgyp iytsrgy oisudf… Que a mí me suena a concretismo brasileño.