El señor gol

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

ED

21 nov 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Este verano, paseando por la Muralla de Lugo, me detuve a contemplar el patio de mi antiguo colegio, que se ve desde allí. No ha cambiado mucho. Me trajo buenos recuerdos, pero también uno no tan bueno: el del momento en el que, por decirlo en términos borgianos, se bifurcó el sendero de mi vida y tomé el camino que no me ha conducido a ser un jugador profesional de fútbol. Ahora ya estaría retirado de los terrenos de juego, quizás con un puestazo en la FIFA, o puede que con una tienda de material deportivo en una capital de provincias. Pero el destino me indujo a tomar el otro camino (yo diría que me empujó con fuerza): el que me ha traído hasta esta página en blanco.

¿Qué tendría yo entonces? ¿ocho, nueve años? El caso es que se celebraba en ese mismo patio un partido de máxima rivalidad en la liga escolar contra los Maristas, nuestros eternos rivales. Yo estaba en el equipo. Me habían metido a última hora solo porque había marcado tres goles en un partido de patio de colegio la semana anterior. Pero aquellos tres goles, yo lo sabía mejor que nadie, habían sido una casualidad; o más bien un milagro. Eran los únicos que había marcado en lo que llevaba de EGB y los únicos que marcaría en lo que me quedaba hasta el instituto. Pero estaba satisfecho con mi papel de suplente sin esperanza. Hay jugadores para los que el banquillo es una humillación intolerable, pero hay otros para los que es todo un honor. Yo sabía que el banquillo era mi posición natural de juego y mi aspiración en aquel partido era muy humilde: que me mandasen calentar en la banda, para que así mis compañeros de clase viesen que me habían seleccionado para el equipo. Eso era todo.

Pero entonces ocurrió algo inesperado. En la Muralla distinguí la figura de mi padre, que se había detenido a mirar el partido a ver si me veía. Le saludé con la mano. Fue un error. El entrenador, el siempre bondadoso don José Iglesias, lo vio y, creyendo hacerme un favor, me mandó saltar al terreno de juego. Todo sucedió rapidísimo, en dos o tres minutos. Sustituí a un defensa, que se fue rezongando; me llegó inmediatamente un balón; chuté con fuerza y marqué gol. El portero se había estirado inútilmente mientras el cuero entraba ajustado a la escuadra, y en las gradas estalló un grito de entusiasmo. Desgraciadamente, quienes celebraban eran los del equipo contrario, porque había metido un gol en propia meta. El entrenador se limpió las gafas, porque no estaba seguro de haber visto bien lo que había pasado, y, lógicamente, me mandó salir. Me senté en el banquillo y no me atreví a mirar hacia la Muralla, donde mi padre tenía que haberlo contemplado todo. Al cabo de un rato eché un vistazo a través de los dedos abiertos de la mano y vi que ya no estaba.

Perdimos, por un gol. No podía sentirme más avergonzado, y lo peor de todo era que mi padre había sido testigo de mi inmenso ridículo. Pero cuando llegué a casa esa tarde, él fingió que no había visto nada. Se inventó la historia inverosímil de que se había ido antes de que me sacasen a jugar. «¿Así que saliste a jugar? ¿Y qué tal?» me preguntó, con un tono pretendidamente casual. Entendí que me estaba dando una oportunidad para corregir el pasado. «Marqué un gol», dije, sin mentir, pero sin precisar. «¿Un gol? ¡Qué bien! ¡Enhorabuena!». Y entonces até una servilleta como si fuese un balón de fútbol y le obsequié con varias repeticiones, algunas a cámara lenta, de cómo había sido el gol. «Todo un señor gol», me dijo. Y, agradecido, me fui a mi cuarto a meterme debajo de la cama a llorar un rato.