Un día de playa

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

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05 sep 2021 . Actualizado a las 11:09 h.

Volvía a Madrid y me di cuenta de que este año no había visto el mar ni una sola vez, así que enfilé el coche de alquiler en dirección a la costa. Atardecía sobre la playa cuando llegamos, y el lugar estaba desierto. Tan solo se escuchaba a lo lejos el murmullo de la bajamar comentando los acontecimientos del día. No hacía falta escucharlo, porque la luz lateral del ocaso permitía saber todo lo que había pasado allí. La arena es un tesoro enterrado en la arena, y al acentuar los perfiles y las sombras, el cobre de la luz escribe sobre ella como sobre papel reciclado, y lo que pergeña es el relato de todo lo que ha sucedido allí. Al principio, parece que la luz garabatea en una lengua extraña y en un extraño alfabeto, pero luego uno se fija mejor y se da cuenta de que puede leer sin demasiado esfuerzo en ese alboroto pistas y señales.

En la confusión de huellas de pies descalzos, por ejemplo, se podían adivinar dos partidos jugados sucesivamente en el mismo lugar: uno de fútbol, visible todavía por las marcas de las porterías en los extremos, y otro de voleibol (la raya en medio y las huellas enfrentadas a ambos lados). Alguien había pasado cerca, paseando con su perro. Lo decían las huellas humanas y las del animal, corriendo en paralelo. El perro se había desviado para inmiscuirse brevemente en uno de los partidos, no era fácil saber cuál, y luego había vuelto a reencontrarse con su dueño más adelante. Entonces el animal había avistado algo que le había llamado la atención a lo lejos, porque su huella dejaba de hacer las curvas que imprimen los perros cuando caminan despreocupados, y se había lanzado en línea recta. Quizás le había atraído el castillo de arena que hacía un niño. Del castillo no quedaba nada, pero lo delataba el agujero del que había salido la arena, y que tenía una textura y un color diferente incluso después de que alguien lo hubiese rellenado de nuevo. Una gaviota se había posado allí más tarde, cuando la arena estaba todavía mojada, y había dejado una impresión perfecta de sus patas, como si firmase ante notario. Una pareja, caminando junto al mar, había discutido brevemente, y se podía medir la intensidad del enfado por los arcos que dibujaban de las huellas durante un tramo; pero luego se habían vuelto a acercar, y la distancia entre las marcas de los pies, y su simetría, hacía pensar que incluso se habían cogido de la mano.

En medio del ruido es difícil imaginar el silencio, pero cuando uno está en silencio es fácil imaginar el ruido. Y a mí me pareció que escuchaba, como en un eco lejano, los sonidos: el alboroto de los jugadores de fútbol y voleibol, los gritos del niño que hace el castillo de arena, los ladridos del perro, las voces de la pareja, el agua corriendo sobre la arena…

El murmullo de la bajamar insinuaba ya algunos de los tonos graves y roncos de la marea alta. La luna, fría y fantasmal en la agonía de la tarde de verano, proclamaba que llegaría la pleamar en poco tiempo y lo eliminaría entonces todo, como el borrador de un profesor en una pizarra, para volver a escribir al día siguiente una variación de la misma historia, con la misma paciencia inagotable de un Bach. Las playas son pequeñas y el océano es inmenso, los recuerdos y las sensaciones son una breve tregua en el tiempo. Al final, después de todo, había tenido mi día de playa. Y seguí mi camino, en dirección a la noche, perseguido por la luna.