Felipe VI heredó la Corona. Nada más

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

05 sep 2021 . Actualizado a las 10:36 h.

Acabe como acabe el formidable lío judicial en que está metido el llamado rey emérito (al que ideó tal título debió quedarle la cabeza descansada), lo cierto es que don Juan Carlos no pasará a la historia a corto plazo (a medio y largo, se verá) como el hombre que renunció a sus poderes, asentó la Corona y se convirtió en una pieza clave para estabilizar por primera vez la democracia en España de un modo duradero.

Lejos de ello, el rey más alabado y querido por su pueblo desde que se estableció en 1812 nuestra monarquía constitucional, es visto hoy por millones de españoles como un bribón (el nombre de los barcos del ex monarca -¡caprichos del destino!- ha acabado por ser premonitorio) que habría aprovechado al final de su reinado su posición y relaciones para dedicarse a hacer negocios que podrían acabar por sentarlo en el banquillo. Algo que, cierto o no, ha arruinado el prestigio de quien lo había ganado durante años de contribución a mejorar el presente y futuro del país.

A nadie se le escapa que tal hecho resulta en sí mismo, y sea cual sea el destino judicial de don Juan Carlos, extraordinariamente grave. Para él, claro, pero, también, para la reputación de España en el extranjero, para la imagen que los españoles tenemos de nuestras instituciones y, por último, aunque no al final, para el futuro de la Corona que hoy encarna el rey Felipe VI.

Y es precisamente a este último aspecto al que ahora querría referirme, pues la idea de que los problemas con la justicia de quien fuera nuestro rey son una prueba irrefutable de que la monarquía es incompatible con la democracia se ha asentado entre no pocos españoles con la fuerza de un prejuicio popular, tras ser defendida con ahínco por los adversarios -los de antes y los de ahora- de la monarquía como forma de Gobierno.

Una idea tan absurda como peligrosa. Absurda, porque, al igual que un grano no hace granero, que un rey haya podido hacer negocios ilegales nada presupone sobre un similar comportamiento de su sucesor, sino todo lo contrario: el rey Juan Carlos gozó durante años de un silencio sepulcral sobre sus actividades, del que no ha disfrutado ni un minuto Felipe VI, cuya vida privada es escrutada con tal exhaustividad como para que la Casa Real haya tenido que reiterar ¡una y otra vez! que los estudios de la princesa Leonor se pagarán de la asignación institucional de los reyes, incomparablemente más baja, por cierto, que la de cualquier otro rey o presidente de república de los países con que solemos compararnos.

De hecho, ese discurso (no son las personas sino las instituciones) es el que ha mantenido durante decenios la extrema derecha contra las supuestamente «decadentes democracias de Occidente», unos regímenes en los que la corrupción sería directa consecuencia de la naturaleza misma del sistema. La necia y falsa idea izquierdista de que reyes y democracia se dan de bofetadas olvida que las primeras y más avanzadas democracias del planeta son casi sin excepciones monarquías.