Las nuevas guerras de religión

OPINIÓN

Ana Garcia

12 ago 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Tengo tantos años, y me he metido en tantos líos, que me resulta difícil soltar amarras con aquellos libros de historia que, bajo el epígrafe de «Las guerras de religión», se referían a los movimientos que se adelantaron a la Reforma, a las guerras de los Austrias contra los luteranos y anglicanos, y, en sentido amplio, a la Reconquista, a las cruzadas, al movimiento iconoclasta, a las luchas contra los maniqueos, adopcionistas y arrianos, y al pulso que el cristianismo emergente le echó a Roma, a la que acabó derrotando a base de mártires y resiliencia.

Pero a nada de esto se refiere el título de este artículo, cuya temática se centra en la actual guerra que mantienen en España dos iglesias laicas -la socialprogresista, cuyo pontífice es Sánchez I; y la liberalconservadora, que tiene dos papas, el de Roma, que es Casado I el Joven, y el de Aviñón, conocido como Aznar I el Reaccionario-. Bajo la apariencia de un rudo debate sobre los modelos educativos y su adecuación a la posmodernidad, ambas iglesias mantienen un conflicto radical que ha derivado en esta colosal paradoja: mientras las conocidas como guerras de religión fueron en realidad choques políticos de enorme envergadura, que solo utilizaron la religión para resaltar su identidad y motivar a sus huestes, la contienda actual sobre la enseñanza es una serodia guerra de religión, de naturaleza dogmática, en la que están en juego los poderes morales que han de orientar la post-historia.

La estupidez de esta guerra, que no es nueva, se puede apreciar en dos ejemplos de ramplona evidencia. Porque, si el fruto que sacó la Iglesia católica de su control educativo en los años del franquismo es la sociedad más descreída y peor catequizada de Occidente, más sorprendente resulta aún que la dictadura haya protagonizado la hazaña inversa, ya que, después de enseñar la Historia más parcial y doctrinaria de los últimos siglos, ha conseguido que los viejos de hoy sepamos una historia cien veces más cierta y científica que el parcialismo histórico -sinónimo de aterradora ignorancia- en el que la actual democracia ha instalado a las nuevas generaciones.

A los que no entramos en pleitos pequeños, nos parece un sinsentido la exhaustiva planificación de la docencia, si tal esfuerzo se hace para aumentar el capital intelectual y humano de las futuras generaciones. Por eso creo que se podría optar por volver a las andadas: una regulación estricta del itinerario científico en todos los niveles de enseñanza, y un margen de flexible y creadora libertad para que los profesores, rescatados de su actual condición de máquinas docentes, transmitiesen a los alumnos sus valores y criterios. Porque ese modelo, vista la enorme variedad de profesores que hemos tenido los de antes -entre excelentes y bestas pardas- nos aportaría el inmenso pluralismo de contenidos, metodología y enfoques que es esencial para la formación en valores y deberes. Pero, para que esto fuese así, tendríamos que poner fin a la guerra de las iglesias laicas.