Las Olimpiadas: sobre héroes y tumbas

Roberto Blanco Valdés
roberto l. blanco valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

DIEGO AZUBEL

01 ago 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Cada cuatro años, y desde los primeros Juegos que recuerdo con nitidez, los de México en 1968 (¡que inmenso aquel 8,90 para la historia, de Bob Beamon!), he esperado cada olimpiada con auténtica ilusión. Ver correr a Carl Lewis o a Usain Bolt, a Florence Griffith o a Merlene Ottey, saltar a Ulrike Meyfarth o a Javier Sotomayor, volar a Serguéi Bubka, bracear a Mark Spitz, a Katie Ledecky o a Michael Phelps, romper las fronteras de la resistencia humana a Haile Gebrselassie o a Saïd Aouita, o destrozar la ley de la gravedad a Nadia Comaneci, a Olka Kórbut o a ese portento de la naturaleza que es la inigualable Simone Biles, me ha proporcionado, como a cientos de millones de personas, momentos verdaderamente inolvidables.

 Todos esos fantásticos atletas, entre otros muchos que están en la memoria general, han demostrado que la capacidad de superación del ser humano parece no tener límites y que siempre es posible ir más allá, haciendo realidad el lema olímpico: citius, altius, fortius (más rápido, más alto, más fuerte). Admito, sin embargo, que con los años he ido experimentando sentimientos encontrados al contemplar lo que antes solo me producía tanta emoción como placer. Y es que he empezado a ver con preocupación e incluso en ocasiones con abierto desagrado que los juegos, como todas las competiciones deportivas, se sostienen -y tomo prestada la definición del título de una novela del gran Ernesto Sábato- sobre héroes y tumbas, aunque estas últimas lo sean solo en el sentido figurado que explicaré a continuación.

Como el aspecto heroico de los juegos (la triunfal entrada en meta, el podio y las medallas, los aplausos de un público entregado al ganador, los himnos y banderas) está en la mente de todos, insistiré en la cara B de la moneda. Y no me refiero a lo más oscuro y tétrico del lado que no vemos los espectadores: la dependencia a veces patológica de los entrenadores, los abusos sexuales, el dopaje o los directos malos tratos, tan practicados en los antiguos países del este, donde muchos atletas eran lo más parecido que había a los esclavos.

Deseo insistir ahora en otra cosa: en la permanente y con frecuencia destructiva tensión en que viven los deportistas, para quienes bajar un segundo su marca llega a constituir el único objetivo de su vida; en el salto sideral en fama y dinero que hay entre hacer un primer puesto y hacer un cuarto o quinto, aunque a veces la diferencia sea solo apreciable por una foto finish, que no da cuenta de que ha sido idéntico el esfuerzo y sacrificio del que gana y los que pierden; en la plata o el bronce que se viven como una derrota; en la brevedad de la alta competición y la incertidumbre que amenaza a quienes tras tantos aplausos y alabanzas no tienen después de qué vivir.

En fin, en la terrible carga que supone la responsabilidad de estar siempre a la altura de uno mismo, que, como le ha pasado en Tokio a la maravillosa Simon Biles, ha echado por tierra los sueños de una joven que es capaz ¡sencillamente! de volar.