Los sonidos desaparecidos

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

ED

27 jun 2021 . Actualizado a las 09:11 h.

Esta mañana han pasado los años setenta por delante de mi ventana. Su voz era inconfundible: «¡El tapicero! -decía el megáfono de un coche- ¡Ha llegado el tapicero!». También lo delataba su lenguaje no inclusivo: «¡Señora, aproveche esta oportunidad!». Hoy en día es poco habitual esta publicidad a través del megáfono, pero en los años setenta era una parte fundamental del paisaje sonoro de las ciudades: almacenes de ropa, rifas, partidos políticos que convocaban a mítines, el recitado del programa de las fiestas patronales... Las calles de las ciudades estaban llenas de voces bien timbradas, de radio, que a veces se superponían y parecía que discutían entre sí.

Me ha hecho pensar en los sonidos desaparecidos, a veces más evocadores incluso que los lugares desaparecidos. De hecho, mi recuerdo más antiguo es el claqué de los caballos de los carboneros en el empedrado de la calle Santiago, en la que nací. También recuerdo vagamente las palmadas para llamar al sereno en mitad de la noche (que en Lugo se dejaron de oír en 1974) o el crujir de los carros de vacas en el atardecer rural. Cuando desapareció este último sonido, al prohibirles circular por la carretera, mi padre lo lamentó como en un funeral: recitando a modo de responso las partes del carro, que se sabía de memoria. Precisamente cantaba entonces Atahualpa Yupanqui sobre aquel carretero que no engrasaba los ejes de su carreta porque el ruido le hacía compañía...

Me gusta observar este transcurrir de los sonidos porque son una marca del tiempo. A veces, simplemente escuchar en una vieja película el sonido del dial de un teléfono yendo hacia atrás, o el timbre que sonaba cuando el carro de la máquina de escribir llegaba al final, es suficiente como para traer el aroma de otra época. El tat-tat-tat de los proyectores de cine, el ulular ondulante de la sintonización de un transistor e incluso las cinco notas, seguidas de un zumbido, que anunciaban que te conectabas a Internet, resultan ya desconocidos para cualquier menor de veinte años. No tardará en serlo el diésel y, quizá, el motor de explosión en general.

No digo que sea algo que haya que lamentar, me limito a levantar acta de defunción y atesorar en la memoria. Incluso he grabado y coleccionado algunos de estos sonidos a lo largo de los años. Como los anuncios del metro de Tokio, que durante muchos años me ponía luego en las noches de insomnio para fantasear con que hacía una vez más el trayecto desde Yokohama a Shinjuku. O los pregones que en las calles de Jerusalén anunciaban té con menta (shay ma'naana!), tomates (banduura!) o sandías (batiiha!). Me alegro de haber oído todavía, en tiempos de la colonia británica, el estruendo de los tranvías de Hong Kong, a los que los locales llamaban afectuosamente ding-ding por el ruido característico que hacían. Mi amiga Marian, que estuvo allí mucho después, me contó que les habían forrado las ruedas con goma y ya no sonaban. Como digo, no hay razones para echar de menos los sonidos desaparecidos, pero reencontrarlos produce un pequeño placer. Un alemán del este me contó que a su padre le emocionaba escuchar el motor de un Travant, el viejo coche de la RDA, y le entiendo. Me pasó a mí un día en México cuando puse la televisión en el hotel y reconocí en las viejas películas las voces de los mismos actores que doblaban las series de televisión de mi infancia. O cuando alguna vez me he despertado en Madrid con el silbo de afilador; y luego ese silbo se iba desvaneciendo; justo el tiempo de darse cuenta de que el tiempo ha pasado.