CESAR QUIAN

26 abr 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Un domingo (de resurrección) te lo grita un póster en la puerta del lavabo de ese bar sureño en el que por primera vez desde hace mucho sientes ganas de comerte el mundo de nuevo. «Soy viejoven», escupe un elefante desde un horizonte gris mientras te frotas con vigor y gel hidroalcohólico. Y quizá medio segundo de observación detallada de las placas tectónicas de tu rostro deje entrever los primeros pliegues de la vida asomándose al precipicio de los ojos.

«Soy viejoven». Te brilla la frase en la comisura de la boca en una sesión matinal de confesiones apuradas sobre el regreso innecesario de aquellos chándales de infancia fauvista y adolescencia de tiro bajo. Y el anuncio de un arranque amanuense para guardar en la agenda (¡de papel!) los contactos del iPhone tira de carcajada enterrada que resuena a pesar de la hora y de esta columna, a la que le queda un buen trecho.

«Soy viejoven», repites mientras escoges una de todas esas ideas desparramadas por el escritorio. La miras al trasluz del halógeno y piensas en como la edad, llegado cierto punto, se convierte para nosotras en un uniforme de invisibilidad obligatorio. Y en aquella actriz de más de 40 a la que ofrecieron el papel de madre de una de treinta y pocos. Viejoven. Ni mucho, ni poco. Más cerca de unos que de otros. Viejoven, aunque más de la mitad de tu vida esté todavía por delante, a pesar de haber consumido aún tan poco.