No hace ni tres meses que las pantallas de nuestras televisiones, ordenadores y móviles nos mostraron las impactantes imágenes del asalto al Capitolio de EE.UU. por parte de una horda de fanáticos seguidores de Trump, que buscaban impedir el nombramiento de su rival demócrata Biden como nuevo presidente de su país.
Y cuando apenas se empezaba a desmantelar la alambrada de seguridad que rodea este emblemático edificio, un individuo empotra su coche contra una barrera policial ocasionando la muerte de un agente y heridas a su compañero.
El atacante, Noah Green, un joven afroamericano de 25 años, graduado en finanzas, fue abatido a tiros al salir del coche empuñando una navaja.
No está claro si este ataque tiene carácter terrorista ya que su perpetrador, con serios problemas de salud, probablemente, algunos mentales, antes de cometerlo publicó varios mensajes en las redes sociales sobre la organización religiosa Nación del Islam con varios vídeos de su líder, Louis Farrakhan.
Entre ellos, destaca uno de 1996 titulado la Divina destrucción de América. Farrakhan es un controvertido personaje, conocido por su profundo odio a todas las personas que no son de color.
Noah Green afirmó ser objeto de persecución por las autoridades, quienes habían entrado en su casa sin autorización en varias ocasiones, habían envenenado su comida, le habían asaltado, le habían practicado cirugías no autorizadas en el hospital y estaban ejerciendo control mental sobre él.
Lo más probable es que la investigación del incidente en el Capitolio determine que se ha tratado del lamentable acto de una persona desequilibrada.
Sin embargo, en el actual clima de tensión racial, con un reavivamiento del movimiento Black lives matter y en pleno proceso contra el agente Derek Chauvin, presunto asesino de George Floyd, la frontera que separa la demencia de la revancha se desdibuja bajo la permanente sombra de la amenaza terrorista.