Sobre la libertad de expresión

OPINIÓN

Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, en la presentación de los Presupuestos
Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, en la presentación de los Presupuestos

13 feb 2021 . Actualizado a las 15:09 h.

Al abordar el problema de la libertad de expresión, que inicialmente daba por superado, Stuart Mill puso el acento en la contradicción que subyacía en las democracias de su tiempo (1843), y sigue vigente en nuestros días, cuya esencia consiste en que, a medida que las leyes fueron limitando la interferencia de los poderes públicos en la opinión personal, «os mecanismos da represión foron exercidos de xeito aínda máis extremo, en contra da discrepancia da opinión reinante». Aclaro que cito a Mill en gallego no solo «porque si, porque me gosta, / porque me peta e quero e dáme a gana», sino porque uso la traducción de On Liberty (Sobre a liberdade) que publicó la Universidad de Santiago en 2018.

A Stuart Mill no se le oculta que ese control lo ejerce directamente el pueblo, o los gobiernos que, creyendo ejecutar el designio popular, se sienten legitimados por el genérico principio «salus publica suprema lex». Y por eso arremete contra esta nueva forma de control -«nego o dereito do pobo a exercer semellante coerción, xa sexa por si mesmo ou por medio do seu Goberno. Este poder, en si mesmo, é ilexítimo»-, por entender que la discrepancia, aunque sea de uno contra todos, es un derecho fundamental que no admite matices, y porque tiene una función intelectual y social que contribuye a dinamizar el pensamiento, a erradicar los errores formulados en términos dogmáticos, y a desterrar la perniciosa idea de infalibilidad que se esconde detrás de las mayorías, de la costumbre o del papel atribuido a cualquier autoridad.

La historia de la humanidad reporta numerosos casos, dice Mill, en los que algunas ideas y costumbres, avaladas por consensos casi unánimes, fueron abatidas, y pasaron a ser aberraciones, porque una sola persona -que pudo ser duramente reprimida para defender el orden natural- se atrevió a cuestionarlas y a generar el debate que las demolió. Y por eso cree que todo hecho que tienda a domesticar a los individuos, para incrustarlos en el pensamiento correcto, frena la dinámica científica, priva a la humanidad del necesario descubrimiento de los errores enquistados, relativiza un derecho fundamental, y abre brechas siempre expansivas en el castillo de la libertad.

En nuestro tiempo, aunque parece mentira, pacemos más que nunca en el pensamiento correcto.

Cada día nacen más dogmas -sobre la ciencia, el género, el individualismo libertario y el maniqueísmo social y político- que dan lugar a la represión social del discrepante, y a una serie de métodos que -bajo el prolijo uso de términos infamantes como negacionista, fascista, extremista (de derechas, of course), machista, creacionista o creyente (católico, claro, porque en la magia, el destino y la suerte se puede creer)-, que intentan evitar que ciertas opiniones ya dominantes, o en proceso de serlo, puedan ser enmendadas por los que no le reconocen a nadie la infalibilidad. Por eso pienso que, si Stuart Mill resucitase hoy, con un móvil en el bolsillo, no tendría más opción que regresar a la tumba.