Lo decía el gran Leonard Cohen con su voz cavernosa de poeta serio y su sentimiento trágico de la vida. «A veces, uno sabe de qué lado estar simplemente viendo quiénes están del otro lado». Nunca fui monárquico. Ni juancarlista, como decían vergonzantemente los republicanos que no tenían más remedio que reconocer la contribución de Juan Carlos I a la llegada de la democracia en España, ni felipista, como dicen ahora quienes pretenden poner distancia -a rey muerto- con el anterior jefe del Estado y adular al nuevo monarca como si le perdonaran la vida. Considero imposible acercarse al concepto de la monarquía con un enfoque exclusivamente racional. No es posible argumentar desde un planteamiento filosófico que en el siglo XXI la jefatura del Estado pueda ser hereditaria, como resulta intelectualmente insostenible que Isabel II sea «gobernadora suprema de la Iglesia de Inglaterra».
Pero si uno abre el foco y abandona el dogmatismo teórico para adentrase en el análisis político, la cuestión es muy distinta. Juan Carlos I heredó del dictador Francisco Franco un poder casi absoluto. En su mano estaba arrogarse esa autoridad suprema, lo que hubiera conducido a España a una nueva y fratricida guerra incivil, o convertirla en una democracia plena, instaurando la monarquía parlamentaria. Eligió lo segundo y los españoles, todos, incluidos quienes le odiaban ya mucho antes de que los renglones de su biografía empezaran a torcerse, deben estarle agradecidos por ello. Fue el pueblo español, y no solo él, quien trajo la democracia. Pero su figura y su apuesta arriesgadísima por un tal Adolfo Suárez fueron providenciales para el pacto constitucional que, con la instauración de la monarquía parlamentaria, dio a España el mayor período de paz, progreso y libertad de su historia. De ahí que, sin ser monárquico, defienda la monarquía parlamentaria como mayor garantía de que España siga siendo uno de los países más libres del mundo y su Constitución una de las más avanzadas del planeta. Cuando tengo dudas, vuelvo a Cohen y repaso quién está en el lado de los que quieren acabar con el actual sistema político. Unidas Podemos, con su demagogia y su corrupción moral en la mochila: el independentismo golpista; los herederos de los terroristas y asesinos de ETA, y quienes defienden al genocida Stalin o al sátrapa Fidel Castro como ejemplos políticos a seguir. No me busquen junto a esa tropa.
Juan Carlos I llevaba muchos años cometiendo errores inmensos. Muy mal aconsejado; peor acompañado por granujas de toda laya, y consentido por una prensa mayoritariamente servil que no levantó la voz cuando tocaba, se abandonó a los peores excesos, olvidando que sin ejemplaridad un rey no es nada. Deberá rendir cuentas ante la Justicia, como cualquiera. Y, como a cualquiera, le acompaña también la presunción de inocencia. Pero su caída no es la de la monarquía parlamentaria, como la caída de un líder político no implica, afortunadamente, la muerte de su partido. Lo dijo también el legendario trovador judío. «Hay una grieta en todo. Así es como entra la luz».