Profecías de futuro

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

Ed

17 nov 2019 . Actualizado a las 15:42 h.

A estas alturas debería haber replicantes por las calles. Existen —se me antoja que hay un montón de gente que replica por cualquier cosa—, pero, en este caso, por replicantes me refiero a copias biomecánicas de seres humanos como las que aparecen en la película de culto Blade Runner (1982). Aquella historia, como recordarán quienes estuvieran atentos en el cine, transcurría, justamente, en el mes de noviembre de 2019. Es decir, ahora. Entonces parecía un futuro muy lejano. Pero el futuro nunca queda lejos, como aprende uno con los años, y aquel futuro ya está aquí.

Aunque, si analizamos la película, en realidad no es el mismo futuro, sino otro que no ha sido y no será. No nos metemos en cabinas telefónicas, ni siquiera para hablar por videoconferencia —los creadores de la película no llegaron a imaginar el auge del teléfono móvil—. Tampoco los replicantes se han sublevado en el año 2018, como se nos explica en la secuela —a menos que esa sea la explicación secreta de los chalecos amarillos franceses—. Por no existir, ni siquiera existen ya algunas de las marcas comerciales que aparecían en la famosa escena de las pantallas gigantes de anuncios (Atari, Pan-Am; han quebrado). Pero hay una cosa en la que Blade Runner acertó de lleno: predijo que en este mes de noviembre de 2019 llovería a cántaros. Ahí lo clavó, al menos en lo que se refiere a Galicia.

La ciencia ficción refleja el mundo en el que nace, y no el mundo que imagina, y Blade Runner se corresponde con el mundo de la década de 1980. La novela 1984 de George Orwell, en cambio, que debería ser ochentera, refleja la pesadilla totalitaria de la terrible década de 1940 en la que fue escrita. Si bien Orwell acertó en algunas cosas: por ejemplo, todo el mundo está obligado a llevar un uniforme azul y los niños y jóvenes son espías del Estado, que es exactamente lo que pasaba en 1984 en China. Orwell también supuso que el Congo, que en su tiempo era un lugar pacífico y no había alcanzado siquiera su independencia, estaría en guerra en 1984. Y lo estaba, y antes, y después.

Es por esto que la ciencia ficción es a la vez una fuente de fantasía y decepción. En 1999 esperamos en vano que la gente anduviese por ahí en esa especie de pijama que llevaban los personajes de la serie Espacio 1999, que se había emitido en los años setenta. En el 2001, en cambio, sí había estaciones espaciales, como en 2001. Una Odisea del espacio, y también deporte femenino televisado —se ve brevemente un combate de yudo—. Pero en el futuro que imaginó Kubrick los ordenadores eran enormes y los cortes de pelo estaban fuera de lugar en el auténtico 2001. La película (mala) 2012 lo tenía más fácil. Habiéndose estrenado en el 2009, podía haber acertado más. Pero los guionistas eligieron una predicción que siempre falla, la del fin del mundo, y, aunque hubo un apocalipsis en el 2012, fue selectivo: solo tuvo lugar en Siria.

A fin de cuentas, profetizar el futuro siempre será complicado porque el futuro no existe —No future, no hay futuro, decían los punkis de finales de los setenta, y en eso tenían razón—. El futuro no existe porque es a la vez todo lo que ocurrirá y todo lo que no ocurrirá, y de esa suma de opuestos sale inevitablemente un cero. Pero estamos poseídos por la pulsión de imaginarlo, porque la evolución nos ha programado para estar permanentemente preocupados. Ninguna utopía se cumple, ni tampoco ninguna distopía; y, sin embargo, mientras tanto, al menos nos dicen algo sobre nuestro presente, que siempre es un equilibrio precario y asimétrico entre ambas.