El extraño electoralismo hispano

OPINIÓN

31 oct 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

En la ciencia política se denomina electoralismo, en su primera y más amplia acepción, a toda actividad de gestión, comunicación o imagen que está pensada para atraer el voto de manera inmediata, subconsciente y sin necesidad de que el elector ejerza una opción específica y racionalizada. En consecuencia, si asumimos como válido este enfoque, deberíamos suponer que cualquier decisión electoralista tiene que estar basada en un hecho positivo, de fácil comprensión y asimilación, y masivamente perceptible por los electores. Ejemplos de ello serían los anuncios de subida de las pensiones y del salario mínimo, la gratuidad de los libros de texto, la eliminación de las listas de espera de la sanidad, las bajadas de impuestos y la mejora de las comunicaciones terrestres.

En la práctica, sin embargo, se puede comprobar que el calificativo electoralista, lejos de aplicarse a las propuestas, explicaciones o promesas más excelsas, se refiere en la mayor parte de los casos a todas las chorradas, inconveniencias y despilfarros que saltan, a bote pronto, en los períodos electorales. Cuando un político nos hace promesas cuyo cumplimiento depende de otra administración, o que carecen de presupuesto, o que definen un proyecto megalómano y sin sentido, decimos que hace electoralismo. Cuando alguien defiende el mantenimiento de centros administrativos insostenibles, o la duplicación de servicios sanitarios, o el mantenimiento del minifundismo industrial, o el parroquialismo de servicios de ocio y bienestar, en vez de decir que es un payaso, solemos decir que hace electoralismo.

Para que este modelo analítico siga funcionando, es evidente que los ciudadanos aceptamos y confesamos nuestra propensión a comulgar con ruedas de molino; a que nos digan lo que nos gusta oír en vez de lo que en realidad nos conviene; y a que, como es lugar común en los protagonistas de las políticas románticas, nos digan cuánto nos quieren, y lo muy hermosos que somos, aunque tengamos clarísimo que nada de eso responde a la verdad. Y, como para muestra vale un botón, nadie duda de que Torra, cuando dice «apreteu, apreteu», está haciendo electoralismo. Ni de que Pablo Iglesias, cuando pide un referendo de autodeterminación para poder votar en contra, está haciendo electoralismo. Ni de que Errejón, cuando quiere hacer funcionarios del Estado a todos los que no han sabido o querido levantar un proyecto de vida y profesión, está haciendo electoralismo.

Y también hace electoralismo el presidente Sánchez, quien, en poco más de «horas veinticuatro», pasó del contubernio de Pedralbes a no coger el teléfono; de dialogar a caño abierto a fiarlo todo a la policía; de la nación de naciones al constitucionalismo monolítico; y del «hay que hacer política», a bañar en desodorante todas sus hipótesis de coalición o mayoría. Y en esto, siento decirlo, también tenemos una culpa esencial lo ciudadanos, que, siendo tan listos y tan laicos como presumimos, nunca perdemos la ocasión de comulgar con ruedas de molino.