Díaz Pardo y Cuelgamuros

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

OPINIÓN

KOPA

24 oct 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Cada vez que viajo de Santiago a Monterroso, ya cerca de Palas de Rei -a la altura de Saa, parroquia de Meixide-, invariablemente se me desvía la mirada hacia un sencillo monolito, enclavado al lado de la carretera. Fue colocado en el 2008, a la sombra de un carballo, en «memoria e honra de Camilo Díaz Baliño e Sixto Aguirre Garín». El gran escenógrafo gallego -padre del recordado Isaac Díaz Pardo- y un estudiante de Medicina. En aquel lugar aparecieron sus cadáveres. Arrancados de la cárcel compostelana el 14 de agosto de 1936, donde Díaz Baliño acababa de retratar con su «lapís de carpinteiro» a sus veinteséis compañeros de celda, y paseados por un grupo de falangistas en una cuneta de A Ulloa.

Rematada la Guerra Civil, un jovencísimo y huérfano Díaz Pardo había conseguido sobrevivir, abrirse camino y adquirir prestigio como retratista en Madrid. Él se quitaba mérito: «Polos anos 46-47 era fácil ter éxito en Madrid, pois todo o que tiña valor neste país estaba no exilio». Y se hallaba cada vez más asqueado con su obra, harto de pintar comedores y hogares de Falange, aceptar encargos de señoras burguesas y retratar «unha chea de xenerais, onde se multiplicaban as facianas do Caudillo e as do Fundador».

Y fue entonces cuando recibió la propuesta que hizo desbordar su repugnancia: los altos jerarcas del régimen lo invitaban a participar en la decoración mural de Cuelgamuros. De Cuelgamuros, un paraje de la sierra del Guadarrama, no del Valle de los Caídos, denominación esta que jamás utilizó Díaz Pardo. La oferta procedía indirectamente de Pedro Muguruza Otaño, procurador en Cortes, arquitecto de cabecera de Franco. «Quería meterme no equipo de plásticos daquela obra [...] maniquea, faraónica e intolerable, típica dos que acadan poder».

A diferencia de los miles de presos políticos que, condenados a trabajos forzados, levantaron aquel mastodóntico monumento, Isaac Díaz Pardo pudo decir que no. «Decidín escapar e virme para a terra a facerme cacharreiro». Sorteó de esa forma, sin que pudiera saberlo entonces, una infamante paradoja: que sus pinturas del faraónico mausoleo velasen, durante 44 años, el sueño eterno del dictador. Y emborronasen la memoria de su padre y de su última obra: los rostros de los 26 compañeros encerrados en un calabozo del pazo de Raxoi.

En este día en que se corrige una anomalía democrática, mientras los espectadores contemplan el vuelo del helicóptero que traslada los restos de Franco desde Cuelgamuros a Mingorrubio, y los políticos hacen cábalas sobre sus efectos electorales, yo solo quiero recordar a Camilo Díaz Baliño y a Isaac Díaz Pardo, que forman parte de nuestra memoria histórica. Y con ellos, a las miles de víctimas de una dictadura cruel que sentirán alivio al serles retirada la lápida que los aplastaba. «Os afogados» que, según Díaz Pardo, el autor de esa obra maestra, no son marineros ni náufragos, sino una metáfora: los fusilados del franquismo. La próxima vez que viaje al pueblo me detendré ante el monolito de Meixide.