Las formas de la niebla

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

ED

28 jul 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Entiendo que para los automovilistas es un incordio, y a veces algo mucho peor que un incordio, pero a mí, que vivo lejos, cada vez que los medios mencionan la niebla en la autovía A-8 me entra la nostalgia. Primero de todo, porque me hace pensar en Abadín y Mondoñedo, en toda esa parte querida de la provincia de Lugo. Segundo, porque me recuerda el nordés, nuestra tramontana de A Mariña, que entra por la oscura costa pizarrosa del Cantábrico y recorre silbando las sierras del norte. Ese viento, que a veces enloquece y se vuelve pirómano, es el que se condensa al elevarse para superar el Alto de O Fiouco y da así lugar a las nieblas que asolan la A-8. La tercera razón es que hace que me acuerde de que yo me crie en el vientre de esa niebla luguesa, y la echo de menos, sobre todo en estos días de calor africano en Madrid. Añoro ya sea aquel denso manto de armiño que traía sobre sus hombros el aire del invierno, ya sea el fino encaje que se formaba en las orillas del Miño y ascendía por la calzada del puente, leve como una sombra, para entrar discretamente en la ciudad por la puerta de Santiago.

Los niños de Lugo teníamos que perforar esa niebla para ir al colegio. Mi hermano y yo, que subíamos desde el barrio de la Estación, nos la encontrábamos a la altura del cine Kursal, como una muralla que precedía a la muralla. Meterse en ella era introducirse en un túnel húmedo y frío que lo simplificaba todo, como si hubiesen borrado mal las calles con una goma Milán. Porque la niebla tiende a la abstracción, es un dibujante de bocetos. En la plaza de Santo Domingo, por ejemplo, emergía el águila del monumento a Roma, en lo alto, como si realmente alzase el vuelo. Asomaban entre el gris blanquecino las mansardas y los hermosos remates de los edificios del gran arquitecto Maquieira, como lomos de ballenas modernistas suspendidas en el aire. La niebla tiene esa calidad borrosa, esa consistencia onírica que, en cuestión de calidad del material, no se parece a ninguna otra cosa que fabrique la atmósfera. «Forma libre», la llama Otero Pedrayo, y es eso exactamente lo que es: agua que busca su forma perfecta y no la encuentra. La niebla sí que es, realmente, un patrimonio inmaterial de la Humanidad.

Sí, tengo nostalgia de la niebla. Echo de menos el frescor y el misterio de la brétema ligera y leve, no más que una voluta de humo que flota en la mañana, junto al mar; echo de menos el denso neboeiro que difumina los contornos como en una acuarela; incluso echo de menos cuando se adensa aún más y no permite ver nada, y pasa de neboeiro a neboeira, siguiendo la costumbre gallega de indicar un cambio de tamaño con el cambio de género. Y es que la niebla tiene muchos nombres. Quizá no haya otro fenómeno atmosférico que tenga tantos -al fin y al cabo, la niebla es, en sí misma, un bautizo, la bendición de un hisopo invisible-. Y los nombres, como siempre que surgen espontáneamente de la observación de los campesinos, son onomatopeyas o metáforas: la borrallenta o borralleira o borraxeira, que solo moja ligeramente, borrosa como la calima y leve como la ceniza; la pavorela que se mueve inquieta sobre el suelo, quizá con la vanidad de un pavo. En algunos lugares hay una niebla a la que llaman cegoña, seguramente porque parece como una gigantesca cigüeña blanca que se posa. En otros se llama fuscallo a la que repta en silencio desde un río.

En esta tarde de bochorno en la Meseta, echo de menos el frescor de la niebla ligeramente salada de A Mariña, y la dulce del río Miño. Es lo más cerca que estaremos nunca de levitar los que no creemos en el dalái lama.