Ya ha pasado el grueso de la selectividad. El alumnado que ha conseguido vadear esta tolvanera, la mayoría, está a las puertas de nuevos retos: la universidad, o sea, la excelencia (eso es a lo que debe tender nuestra enseñanza y, particularmente, la universitaria). Atrás quedaron años de aprendizaje, conocimientos, afectos y maduración personal. A los chavales, y a los profesores, hay que aplaudirles con vehemencia. Y hacerlo porque el segundo curso de Bachillerato es una presión constante, agobiante en ocasiones, para alumnos y profesorado. Reciban, pues, el reconocimiento de la sociedad. Tenemos una enseñanza pública de contrastada calidad, exigente en todos sus parámetros y con unos resultados óptimos. Por eso lamento que no presumamos de nuestra educación más de lo que lo hacemos. Convivimos con la generación más preparada de la historia y, sin embargo, parece que pedimos permiso a nuestro orgullo para exhibirlo públicamente. ¿Han visto los resultados? ¿Han comprobado cuántos «doces» y «treces» tenemos en el último tramo de nuestro sistema educativo preuniversitario? Sepan, además, que ninguno de ellos responde a los mismos criterios de los desarrollados en otras comunidades autónomas.
He pasado un tiempo revisando pruebas de selectividad de otras latitudes españolas, empezando por la valenciana. Lo que ellos juzgan «imposible» en la prueba de matemáticas, aquí es algo habitual. En Canarias, la selectividad es un coser y cantar. En Andalucía, lo mismo. Alguno dirá que así está administrada nuestra educación y que cada comunidad tiene absoluta libertad para sus currículos y contenidos y baremos específicos evaluadores. Cierto. Y por eso uno se cabrea. Porque hay muchos «doces» y «treces» en aquellas comunidades y en otras que vendrán a la nuestra a ocupar plazas de muchachos mucho más preparados. ¿Por qué? Porque la exigencia a la que han sido sometidos ha sido mucho mayor. Conozco casos de alumnos que quedarán fuera de su carrera predilecta porque otros vendrán a ocuparlas. En principio no pondría reparos a tal hecho si no supiese, como sé y me consta, que la educación en Valencia, Canarias o Andalucía está a mucha distancia en capacitación y objetivos de la nuestra. Por lo tanto urge una solución. Y para ello están los políticos. En ellos confiemos para que este dislate se resuelva. Corremos el riesgo de quedarnos en lo anecdótico (el bochorno de los errores en alguna área específica, filosofía por ejemplo, algo que no debiera volver a repetirse) o las diatribas sobre nuestro idioma, el gallego, y olvidar lo sustantivo. El idioma, por cierto, enriquece a nuestro alumnado. Estudiar gallego es una fortuna para todos nosotros. Discutir sobre ello no enriquece el debate intelectual. Lo que sí resulta enriquecedor es no permitir que la buena educación y la durísima selectividad gallega (que empieza el día de inicio de curso de segundo de bachillerato) se vea perjudicada por la ligereza de otras regiones. Los políticos no deben consentirlo.