Valle-Inclán en el cine español. Más allá de la adaptación

José Luis Castro de Paz

OPINIÓN

29 jun 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

No cabe duda de que solo podrá comprenderse cabalmente la evolución del mejor cine español a partir de los años 50 del pasado siglo si se repara con atención en sus similitudes con la trayectoria valleinclanesca. También en esta es a partir de similares materiales a aquellos con los que Carlos Arniches puso en pie sus célebres sainetes y tragedias grotescas como Valle-Inclán habría de levantar su grandioso y deformado edificio esperpéntico («el esperpento es el sainete de Arniches elevado al cubo», llegó a declarar el escritor arousano). Al adoptar ese elevado punto de vista, «levantado en el aire», que lo caracteriza, Valle retomaba, a su intransferible modo, esa «manera muy española, muy de demiurgo, que no se cree en modo alguno del mismo barro que sus muñecos. Quevedo tiene esa manera… Esta manera es ya definitiva en Goya. Y esta consideración es lo que me llevó a escribir los esperpentos».

No debe extrañar que, desde mediados de nuestro convulso siglo XX, fracturado por la imborrable herida bélica, el cine español volviera a enturbiar las verbenas y a desencajar los rostros de los castizos personajes sainetescos y zarzueleros que pululaban por sus pantallas desde el período mudo, pero despreciados ahora por un régimen franquista al que recordaban «una República de horteras, leandras y gorras proletarias». Esta nueva visita en celuloide, trascendental para la historia del arte cinematográfico español, a los espejos cóncavos del Callejón del Gato solo se produce tras un complejo proceso del sainete al esperpento que tiene en Edgar Neville (El crimen de la calle de Bordadores, 1946) y José Antonio Nieves Conde (El inquilino, 1957) mojones trascendentales, aunque las piezas más acabadas (El pisito, Plácido, El verdugo, El extraño viaje, El mundo sigue, casi todas ellas rodadas ya en la primera mitad de los años 60 y muy mal vistas por el régimen) lleven la firma de Fernando Fernán-Gómez o de los cineastas Marco Ferreri y Luis García Berlanga (junto al guionista Rafael Azcona). Dichos títulos suponen una convincente y necesaria actualización del esperpento, capaz de revitalizar con nueva y fílmica ferocidad (elevamiento de la cámara, distanciada voz en off, dolorosos zums, planos secuencia sin salida ni futuro poblados por los mismos cómicos de tripa que protagonizaran antes amables sainetes) el humor negro que bañara tantas y tantas obras clásicas de la literatura y del arte español y en cuyo uso puede leerse con claridad la función de la deformación como elemento esencial del realismo tal y como había sido entendido y practicado desde el Arcipreste de Hita y La Celestina.

Películas profundamente críticas, crispadas y violentas, decididas -más allá de la adaptación- a prolongar la tradición española del esperpento como fórmula privilegiada que, en palabras de Valle-Inclán, «deforme la expresión en el mismo espejo que nos deforma las caras y toda la vida miserable de España».