España se convierte en Italia

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

DANIEL DAL ZENNARO | EFE

27 may 2019 . Actualizado a las 13:56 h.

Dos hechos otorgan peculiaridad a los comicios que ayer llevaron a las urnas a millones de españoles: por un lado, su inevitable carácter de segunda vuelta de las generales celebradas hace un mes; por el otro, la circunstancia, no menos obvia, de que, en realidad, el 26 de mayo no tuvieron lugar en España unas elecciones sino algo más de ocho mil municipales, doce regionales y unas europeas.

Una cosa, claro, condiciona la otra, pues, siendo tan grande el número de elecciones, resulta muy difícil establecer su resultado como segunda vuelta de las previas, lo que depende a fin de cuentas del punto de vista que se adopte: la suma total de votos en nacionales, autonómicas o locales; el numero de ayuntamientos y comunidades que previsiblemente obtendrá cada partido; o el peso respectivo de unos y de otras, pues no es lo mismo hacerse con Barcelona o la Comunidad de Madrid que con Consuegra o la comunidad de La Rioja.

Sea como fuere, lo que cuando escribo no se sabe todavía, hay algo que ayer se consumó y que, al margen de quien gane y de quien pierda o, lo que necesariamente no es lo mismo, de quien suba y de quien baje, parece ya evidente un poco antes de la medianoche de la jornada electoral. Al fin hemos conseguido lo que veníamos persiguiendo con tesón en todos los procesos electorales que han tenido lugar en España (¡y han sido bastantes!) desde las anteriores elecciones europeas: convertirnos, electoralmente hablando, en la república italiana. No en la actual, o todavía no, en todo caso, sino en la de los años sesenta a noventa del pasado siglo XX.

Somos como la Italia de entonces no solo, o mejor, no tanto, porque haya ahora en España muchos partidos con representación en todas las instituciones del país, sino además porque la distancia entre los partidos más grandes y los más pequeños se ha reducido hasta el punto de complicar de forma extraordinaria la gobernabilidad. Este nuevo formato partidista, que es la directa consecuencia del convencimiento ciudadano de que cuanta más atomización de la representación, más democracia, favorecerá en la España de principios del siglo XXI lo que ya provocó en la Italia en la segunda mitad del siglo XX: gobiernos multipartidistas débiles y en permanente riesgo de ruptura, componendas entre los líderes políticos hechas a espaldas de los electores sobre bases que solo conocen quienes pactan, intercambio de posiciones de poder que pueden no responder a lo salido de las urnas, acuerdos contra natura y, en fin, como resultado de todo ello, inestabilidad institucional y frustración social de los que sienten que el sentido de su voto ha sido traicionado.

Nada bueno, salvo una cosa: que nadie podrá decir que no tenemos lo que estábamos buscando. Hemos desterrado las supuestamente nefastas mayorías absolutas y las hemos sustituido, a plena conciencia, por las, al parecer, tan deseadas mayorías diminutas. ¡Todo un logro!