El pueblo despoblado

Ramón Pernas
Ramón Pernas NORDÉS

OPINIÓN

07 abr 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

El 3 de abril, como cada año, volvió a cantar el cuco proclamando la primavera. Nadie lo escuchó porque hace años que nadie vive ya en la aldea. El desierto demográfico se había adueñado del silencio, ningún niño había vuelto a jugar en el atrio de la iglesia donde antaño se celebraba la verbena el día de la fiesta, y solo el viento que se enredaba con la campana de la espadaña de la iglesia ponía un toque de ángelus a la mañana. Veinte años atrás el ultimo habitante se mudó a la ciudad. Ahora leía en este diario que en Galicia hay 3.562 aldeas vacías, que en Zamora 93 de cada cien municipios están en riesgo de extinción, que la sangría de habitantes situó a Soria en el primer puesto del indeseado ránking, y Teruel, Jaén, Guadalajara, Ourense y Lugo conforman la geografía de los pueblos despoblados, la España vaciada donde es difícil recuperar la esperanza. El 30 % del territorio concentra el 90 % de la población, la España interior desmiente la estrofa del poema de Yeats, el primer verso de Navegando a Bizancio, que aseguraba que no es país para viejos. Lo es. La España de los pueblos despoblados, los que se extinguen de forma mortecina, es un inmenso geriátrico lleno de soledades.

No existe cobertura de banda ancha, no es posible acceder a Internet en la mayoría de los lugares del país silencioso en el que se ha convertido la España rural.

Ser de pueblo, uno de los orgullos de nuestra identidad, se traduce en no disponer de unas comunicaciones dignas, de asistencia sanitaria, de escuelas, de servicios necesarios como la banca al menos para poder cobrar las pensiones. Ser de pueblo es, no obstante, tener memoria de país, saber los nombres de los árboles que festonean el paisaje, oler la tierra después del chubasco, desentrañar el mapa del cielo. Ser de pueblo es conocer dónde se oculta la vida que cada abril brota pareja a la primavera.

Hace poco más de una semana, en un hospital de Soria, se tuvo que suspender una operación de estómago porque no había anestesista. Y claro que hay soluciones, si hubiera voluntad de remediar los problemas que sufren los pueblos despoblados.

Y no existe una lectura romántica de grandes praderas infinitas, ni de lugares abandonados en Montana, Nevada o Colorado, donde hace tiempo hubo una fiebre del oro que llevó temporalmente la prosperidad. Nuestra reivindicación es una queja múltiple que se resuelve con voluntad política para que el desierto demográfico no siga extendiéndose.

Participé el pasado mes en una presentación-coloquio de una película gallega, Trinta lumes, que hacia alusión a las treinta casas habitadas en las aldeas del Caurel lucense, y convertía en gritos desesperados los fotogramas narrados en el filme.

Hoy, la crisis demográfica es quizá el principal problema, la gran amenaza de Galicia. Atajarla es una prioridad. Evitemos que se desarme, que se desmonte, que se desnorte, que se recluya en el silencio, que reine la soledad. A nuestras aldeas vacías quizá nunca regrese la risa, el llanto, la vida. Son los pueblos despoblados. Un nuevo mapa evitable.