México lindo y querido

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

ED

31 mar 2019 . Actualizado a las 08:35 h.

Confieso que yo he gritado «¡mueran los españoles!». O, para ser más exactos, «mueran los gachupines». Fue en casa de mi amiga Elizabeth, mexicanísima a pesar del nombre gringo. Celebraba todos los años en Madrid el Grito de Dolores con patriotismo e ironía. El ritual era este: a las once en punto se subía a una silla con una campana, la hacía sonar, y empezaba: «¡Mexicanos! ¡Vivan los héroes que nos dieron patria y libertad!». Aquí seguía una retahíla de próceres con nombres de avenida, para luego concluir con los gritos de rigor: «¡Viva México! ¡Mueran los gachupines!» Y nosotros, que éramos casi todos gachupines, lo repetíamos deportivamente a voz en grito, porque el sentido del humor es la mejor de las solemnidades. Así que, señor presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, yo he ido mucho más lejos en la autocrítica que eso que nos dice ahora de que pidamos perdón por la Conquista.

ED

Ya para los de mi generación, aquella Conquista era solo una cosa que salía en los cromos, donde aparecía Hernán Cortés con su yelmo, hundiendo sus naves en la playa. Siempre supimos que había un lado oscuro, de codicia y crueldad, como en todas las conquistas. En mi libro de Grandes aventuras, Moctezuma inspiraba lástima, y, en clase, los profesores matizaban la épica con el drama de las poblaciones indígenas. Desde el punto de vista de los historiadores actuales, incluso exageraban, porque hoy sabemos que la Conquista de México no fue tanto un hecho militar cuanto un ejemplo de la importancia de hablar idiomas. La guerra se la hicieron los indios unos a otros. Los españoles, que eran muy pocos, se limitaron a aprovechar que tenían a la Malinche, que hablaba sus lenguas, para erigirse primero en árbitros y luego en amos.

Ahora que lo pienso, también para mí, de niño, México seguía vinculado a la traducción. Las series de televisión norteamericanas de entonces estaban dobladas allí, por lo que yo tenía la extraña idea de que, fuera de España, todo el mundo hablaba con acento mexicano y decía eso de «¡Bájele la espuma a su chocolate, Batman!». Ese acento era la lengua de la ficción. Aún hoy, cuando escucho a un mexicano, me parece que estoy hablando con Perry Mason. Al mismo tiempo, a casa llegaban del D.F. cartas y fotografías de nuestros parientes mexicanos (¿qué gallego no los tiene?), con aquellos cochazos de aquí a mañana. México era una comunidad autónoma de nuestra imaginación: Cantinflas, los sábados en las sesiones del cine Paz; Luis Mariano, cantando con su falsete afrancesado el «México, que lindas tus mujeres» en un viejo single.

A México lo hemos tarareado durante décadas. Franco, porque México no le reconocía, incluso intentó prohibir los mariachis, pero no pudo porque en todas las bodas siempre había un señor que se arrancaba por Pedro Infante. México era el país donde los pobres eran gigantes en los muros, el lugar de donde venían tantos libros que leíamos, y que en realidad habían sido corregidos por nostálgicos exiliados españoles. México, en fin, tenía para mí la luz nubosa de la fotografía del gran Figueroa en sus películas con Emilio Fernández, el indio, al que mi padre, cinéfilo, adoraba -luego fui a Jalisco y ahí estaba ese mismo cielo, recorrido por un águila en un paisaje solitario de agaves, como la etiqueta de un tequila añejo-.

Rulfo, el Chapulín Colorado, las actrices de ojos tapatíos, El Chavo del Ocho, Chavela Vargas, Proyecto Paralelo, El Santo, Tin Tan. No, no llevamos a México en la conciencia. Lo llevamos en el corazón. ¿Pedirle perdón? Eso no sirve para nada. Lo que sí podemos hacer es darle las gracias.