Las nubes de Laura

OPINIÓN

Edgardo

10 mar 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Miraba el miércoles un libro de pintura de paisajes y, quizás porque afuera llovía la borrasca Laura, no fui capaz de concentrarme en el arte. De repente me acordé de las clases de meteorología que estudié en la universidad, y, con lo poco que sé de nubes, me puse a contemplar los cuadros desde un punto de vista banal, estrictamente meteorológico.

Así reparé en que durante el gótico las nubes desaparecieron misteriosamente del cielo, como si este estuviese despejado por un par de siglos, y que ese cielo volvió a ser azul en el siglo XV; que el barroco italiano había transcurrido en una constante amenaza de tormenta, con todas esas vírgenes y ángeles subidos a cumulonimbos; que Tiziano abusa de los altocúmulos para rellenar el cuadro y trabajar menos; que la pintura holandesa dedica dos tercios del lienzo a las nubes -siempre estratocúmulos, la nube más habitual y prosaica-; que Magritte estaba obsesionado por el cúmulo, la nube de verano del buen tiempo.

He disfrutado muchas veces de ese maravilloso cuadro que es La Crucifixión, de Jan Van Eyck. Esta vez me fijé únicamente en que contiene cuatro tipos de nubes y que ese cielo es coherente con el relato bíblico de un clarear tras el paso de un frente frío lento. Mirando una pintura de Monet, La playa de Sainte-Adresse, que muestra una idílica vista de un arenal con barcos de pesca, me sorprendí pensando, prosaicamente, Vai chover, porque los altocúmulos en una mañana húmeda y cálida de verano suelen conducir a una tormenta más tarde. Contemplando El valle de Lackwanna de Innes, en cambio, sospeché que la niebla, las nubes de estratos que ocultan el valle, persistirían durante buena parte del día, porque no hay viento, como se puede ver por el humo que sale, vertical, de una chimenea. En la Vista de Toledo de El Greco, sin embargo, los cumulonimbos me decían que ya había empezado a llover sobre la ciudad y que la idea la tuvo el pintor una tarde de verano. A veces, la precisión del artista al reflejar la naturaleza tiene casi el carácter de un parte meteorológico, como cuando Constable pinta los cúmulos que empiezan a ascender verticalmente en La bahía de Weymouth, y que traerán casi inevitablemente lluvia a lo largo del día. O cuando en el Coventry de Turner se ve el final del paso de un frente con chubascos hacia el sureste y claros al noreste.

La meteorología es un bosquejo de lo que será la atmósfera de un cuadro. En un parte meteorológico está el germen de un Sorolla o un Laxeiro. La relación entre las dos cosas, arte y naturaleza, no es como la de un espejo, que lo reproduce todo exactamente, sino como un reflejo en el agua, que se deforma con un simple soplo de viento o una gota de lluvia. Las propias nubes son, como en el título de la obra de Pirandello, «personajes en busca de autor», ideas que recorren la atmósfera buscando una forma perfecta, sin encontrarla. Aristófanes se burlaba de quienes las imaginaban como «centauros, y leopardos, y leones», pero Petrarca veía en ellas el rostro de su amada Laura. Sin duda lo habría visto en la borrasca tocaya del miércoles, que llevaba su mismo nombre.

Al salir a la calle me encontré con que había dejado de llover y en el cielo se deshilachaban los jirones de estratos oscuros. Me hicieron pensar en un cuadro de Alexander Cozens que había en el libro, titulado Después de la lluvia, y en el que la tormenta se retira y la luz brilla en los bordes de la nube. Y me quedé mirando con atención, como se mira un cuadro en un museo.