Mi caballo de cartón

Ramón Pernas
Ramón Pernas NORDÉS

OPINIÓN

22 dic 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Nunca me trajeron los señores Magos de Oriente una bicicleta, quizá porque nunca se la pedí en la carta que cada año les enviaba, ni un tren eléctrico porque en mi infancia pueblerina ignoraba su existencia. Pero tendría ocho o nueve años cuando sus majestades dejaron en la alcoba de mis padres un precioso caballo de cartón, que fue, además de un bello regalo, uno de los tesoros que conservé en mi patrimonio de fantasías infantiles.

Me sentí el rey de las praderas, el jinete imbatible galopando las infinitas rutas, los caminos imposibles que nos llevaban a mi precioso alazán y a mí al trote por los fotogramas de las películas soñadas. Su alzada era de casi un metro y soportaba mi peso liviano. Lo ataba a una alcayata en un extremo del pasillo, y mantenía con el largas conversaciones de iniciado en el arte del oficio hípico.

Mi padre me sugirió un pequeño repertorio de nombres clásicos, de caballos históricos, para llamar por su nombre a mi brioso corcel; me aconsejó que le pusiera Rocinante como el caballo de don Quijote, o Babieca que así se llamaba el del Cid, o Marengo como el de Napoleón. También añadió a la lista el nombre de la cabalgadura del rey Arturo, Hengroen, incluso me apuntó el del emperador Caligula, Iniciatus.

Los rechacé y elegí para mi montura idéntico nombre que el que tenía el jamelgo de el Llanero Solitario, Silver, aunque dudé entre ese nombre y el de Furia que también me gustaba.

Mi pasión duró lo que dura un invierno. Con la primavera arrumbé mi querido caballo, y se quedó en el cuarto de los juguetes, una habitación a desmano donde se guardaba todo lo aparentemente inútil o cuando menos inservible. Y pasaron los meses y los años y fui recuperando la memoria de mi pequeño trotón de cartón piedra, y supe que había salido de unos moldes precisos de una fabrica de juguetes de A Coruña que Manolo Rivas, en su texto de Los libros arden mal, sitúa al principio de la cuesta de Nuestra Señora del Rosario, y Silver siempre regresa. En mi imaginario ha sido un caballo de circo, un precioso lippizano cabalgado por una bella écuyère, fue asimismo un appaloosa de un jefe sioux, con manchas blancas sobre su capa negra, recorrió conmigo los caminos de la noche, juntos cabalgamos tempestades y cruzamos al otro lado de la lluvia.

Lo recuerdo con nostalgia, con la melancolía de los tiempos idos, pero nunca lo olvidaré. Y apenas hace una semana lo encontré pintado en un cuadro sin terminar, y su autora, en Córdoba, tierra de equinos de pura raza, me dijo que pertenecía a una obra plástica familiar, a un homenaje a una fabrica de caballos de cartón que sus abuelos tuvieron en A Coruña, y de nuevo volvió a trotar en mi corazón el viejo Silver.

Son historias que regresan por Navidad, cuando en el mundo emergen los recuerdos de cuando fuimos felices, del niño que fue creciendo con nosotros hasta que de viejos volvemos galopando a las verdes praderas de la memoria. Feliz Navidad.