Los telares de la Constitución

Fernando Ónega
Fernando Ónega DESDE LA CORTE

OPINIÓN

«Puedo prometer y prometo elaborar una Constitución», dijo Suárez
«Puedo prometer y prometo elaborar una Constitución», dijo Suárez Pastor

06 dic 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

La primera vez que se anunció formalmente una nueva Constitución fue la noche del 13 de junio de 1977. Adolfo Suárez pronunció un discurso en televisión para pedir el voto de los españoles y dijo esto: «Puedo prometer y prometo intentar elaborar una Constitución en colaboración con todos los grupos representados en las Cortes, cualquiera que sea su número de escaños».

Era una promesa electoral y Suárez me había pedido, como redactor de sus discursos en aquella época, que la redactara de forma que fuese creída por los ciudadanos y que él estaba en condiciones de cumplir lo que había prometido. De ahí surgió la fórmula del «puedo prometer y prometo» que, por cierto, debió pasar bastante desapercibida porque, aunque aquella pieza está recogida hoy entre Los 50 discursos que cambiaron el mundo (Editorial Turner), Alfonso Guerra, gran defensor de la obra de Suárez, negó que hubiese prometido nunca hacer una Constitución.

Pero se hizo. Suárez falló en uno de sus compromisos, el de elaborar la norma con todos los grupos «cualquiera que sea su número de escaños». Eso debería incluir a las minorías más minoritarias de un solo diputado o un solo senador, lo cual sería sinónimo de caos, con lo cual hubo que rectificar y quedó fuera nada menos que el Partido Nacionalista Vasco porque no tenía grupo parlamentario. Fue un fallo, sin duda, pero sin grandes efectos prácticos, porque las aspiraciones nacionalistas fueron recogidas en el texto, prácticamente como si las hubiera redactado Xabier Arzallus. Año y medio después de aquella promesa, el 6 de diciembre de 1978, los españoles la pudimos votar en referéndum nacional. Y la Carta Magna recibió un sí masivo y creo que entusiasta. Por primera vez en nuestra agitada historia, teníamos una Constitución elaborada por la inmensa mayoría de los partidos. Solo quedaron fuera los extremistas, que eran la inmensa minoría.

En mi libro sobre Suárez planteo la duda de si podemos hablar de una Constitución suarista, y la respuesta es que sí, con un matiz: es una paternidad compartida con el rey Juan Carlos, que ya había sido definido como motor del cambio. Y es una Constitución suarista en el sentido de que no es dogmática ni es fruto de una imposición ideológica ni de partido. Suárez tenía dos objetivos fundamentales: consolidar la Monarquía y unir en un texto legal a las dos Españas que 40 años antes se mataban en una guerra civil. El método, el consenso. Así salió una Constitución pensada para integrar y consolidar la opción reformista que Suárez con sus audaces medidas de gobierno había hecho triunfar sobre la opción rupturista que entonces se identificaba con la opción revolucionaria.

El cronista vivió aquellos meses con la emoción de asistir a un proceso constituyente histórico. En lo más cercano, veía a José Pedro Pérez Llorca, el Zorro Plateado, aparecer con sus papeles, que contenían lo avanzado en la redacción. Asistió a la desolación del presidente cuando el Partido Socialista abandonó la comisión por desacuerdo en la cuestión educativa. Participó de la desorientación oficial cuando se filtró y se publicó un borrador, que obligó a los padres de la Constitución a hacer reuniones casi clandestinas y convirtieron la casa de Pérez Llorca en su restaurante más frecuentado para escapar de la atención mediática.

Hoy, pasados 40 años, es preciso resaltar el papel de tres personas: Landelino Lavilla, Fernando Abril Martorell y Alfonso Guerra. Todos ellos eran segundones, pero fundamentales. Landelino Lavilla estuvo detrás de todo el andamiaje jurídico de la Transición, desde las amnistías a los primeros papeles gubernamentales de la Constitución. Fernando Abril y Alfonso Guerra fueron los fontaneros que resolvían los atascos, arreglaban los conflictos y forjaron los grandes acuerdos entre el PSOE y la UCD. Se podría decir que de alguna forma han sido los padres del bipartidismo. En algún libro he descrito así el reparto de papeles: «Fernando Abril y Alfonso Guerra deciden los contenidos. Peces-Barba y Pérez Llorca los ponen por escrito. Adolfo Suárez da el visto bueno».

Al final, la redacción de la Constitución fue un encaje de bolillos, pero fue, sobre todo, un sublime ejercicio de consenso, ya ensayado en los Pactos de La Moncloa, donde todos cedieron algo, sobre todo el partido en el Gobierno, y no es cuestión menor que la izquierda de tradición y confesión republicana aceptase la monarquía parlamentaria. Y fruto de esas cesiones ha sido el tema autonómico, seguramente mal resuelto, pero se resolvió como se pudo ante la presión nacionalista. La aceptación del término «nacionalidades» fue toda una revolución y quizá uno de los argumentos para que la Carta Magna fuese votada en Cataluña por más del 90 por ciento del censo.

Fuera de los centros de poder y de aquella comisión presidida por Emilio Attard -para parte de la prensa «los locos de Attard»-, el terrorismo seguía golpeando. Los militares veían cómo el Estado que habían sostenido daba lugar a otro Estado que acogía a los vencidos de la Guerra Civil que ellos habían ganado. La sociedad se seguía modernizando y 1978 fue el año en que se despenalizó el adulterio y el amancebamiento, tiempos aquellos. Fue también el año en que se declaró erradicada la viruela, hubo tres papas, asistimos al nacimiento de Supermán y El señor de los anillos, y bailábamos con la música de Sergio Giacobbe, Albert Hammond, Miguel Bosé, Camilo Sesto, Julio Iglesias y los Bee Gees.

Y España estrenaba Ley de Leyes. Muchos años después, Adolfo Suárez me decía en una carta personal: «Hoy, de la transición política, de la democracia española, no se puede hablar de vencedores ni de vencidos. Es nuestra mayor gloria». Y esa gloria, añado yo, se alcanzó y se consagró con la Constitución.