Amapolas

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

JOHN SIBLEY | REUTERS

11 nov 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

En Gran Bretaña, en Canadá, Australia y otros lugares, por estas fechas, florecen las amapolas. No las de verdad, que no aparecen hasta abril o mayo, sino amapolas rojas generalmente de papel charol que la gente se coloca el ojal de la chaqueta para conmemorar a los muertos en las guerras mundiales. La costumbre comenzó al poco de terminar lo que entonces se llamaba todavía «la Gran Guerra», antes de que tuviésemos que incurrir en la triste costumbre de numerarlas. Del final de aquella contienda se cumplen hoy a las 11 de la mañana, exactamente, cien años.

No es extraño que permanezca en el recuerdo. Aquella Primera Guerra Mundial fue la primera de la modernidad, el primer conflicto verdaderamente industrial en el que el soldado llevaba hasta casco, como un obrero, y trabajaba diariamente en una cadena de montaje de la destrucción. Fue el primer sabor, amargo, de la sociedad de consumo: ejércitos gigantescos de hombres gastando el producto interior bruto de sus países en bienes perecederos; la destrucción como motor de la economía. Y, a la vez, era un brusco retorno a la barbarie: las alambradas, que acababan de ser inventadas en Argentina y Estados Unidos para las grandes cabañas ganaderas, contenían a los soldados como a animales camino del matadero, mientras que las trincheras eran un metafórico retorno a la Edad de las Cavernas, una sociedad de cientos de miles de personas que vivían bajo tierra y solo se asomaban a la superficie para matarse. En medio, la Tierra de Nadie, un paisaje lunar de cráteres de bombas, era la imagen apocalíptica de un mundo sin vida, cubierto de cadáveres sin enterrar y envenenado por el gas tóxico. Una visión de pesadilla del lado oscuro de la tecnología.

Aquella contienda lejana prometía ser «la guerra para acabar con todas las guerras». Era demasiado pedir; pero sí fue la guerra que nos enseñó a detestar todas las guerras, y de ahí su importancia después de tanto tiempo. El alistamiento obligatorio llevó a las trincheras a toda una generación culta de clase media y alta trufada de escritores que, por primera vez, sufrieron a fondo la guerra y la describieron como lo que realmente era. Por eso fue la primera guerra que se vio como absurda, aunque tantas otras lo habían sido antes; y al acabar dejó un rastro de papel consistente en novelas y poemas pacifistas. La literatura puede poco, y esta tampoco pudo impedir otras guerras, pero mató para siempre su épica. La civilización avanza a base de estas pequeñas victorias estéticas.

El caso es que desde los tiempos de las guerras napoleónicas se había observado un curioso fenómeno: a la primavera siguiente, los lugares que habían sido campos de batalla se llenaban de amapolas rojas. Los poetas épicos fantaseaban con que era un homenaje a la sangre derramada. La explicación de los agrónomos es más prosaica: al ser una planta nitrófila, la amapola se da allí donde se ha removido mucho la tierra. Y eso es lo que sucedió en los campos de Europa en la primera primavera tras el fin de la Primera Guerra Mundial. Un médico militar canadiense, John McCrae, observó el fenómeno y escribió sobre ello un poema que se hizo famoso («En los campos de Flandes / Crecen las amapolas...»). De ahí viene la costumbre de la amapola de papel.

¿Es la amapola un buen símil del recuerdo de los caídos en la guerra? En cierto modo no, porque es efímera -solo florece durante dos o tres semanas-. En otro sentido sí, porque es fértil y persistente: despide infinidad de semillas que pueden quedar dormidas durante años y florecer de repente cuando menos se espera. Los campesinos la consideran una mala hierba, porque consume los nutrientes del suelo. Los pintores y los poetas, en cambio, saben que es hermosa.