El hombre que quizás ha muerto

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

23 sep 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Dicen que ha muerto Alan Abel, pero yo no me lo creo. Y no soy el único. También su obituario en el New York Times era cauto: «Alan Abel, célebre bromista, ha muerto (nos aseguran)», rezaba el titular. Luego explicaba que Abel «aparentemente» ha fallecido en su casa de Connecticut a los 91 años de edad. Se entiende la precaución. El propio Times ya publicó su obituario una vez en 1980 y resultó ser una de las famosas bromas de Abel, que al día siguiente dio una rueda de prensa para declarar que la noticia era un poco exagerada.

Hoy cualquiera con una cuenta en las redes sociales puede inventar una noticia falsa y, en algunos casos, hacerla viral. No tiene gran dificultad ni mérito. Internet es la «decadencia de la mentira», como ya predecía Oscar Wilde hace más de un siglo. Alan Abel, en cambio, era el artesano del género cuando este era más que un simple gesto del dedo. Sus engaños eran sofisticados, incluían a veces docenas de actores, cuidadosas falsificaciones de documentos y membretes, meses de preparación. No eran estafas. Nunca había dinero de por medio. Era el engaño por el placer del engaño, como cuando abrió una escuela de golf para ejecutivos en la que se les enseñaba a jugar con una técnica basada en el ballet clásico o como cuando creó su Sociedad contra la Indecencia de los Animales Desnudos, que abogaba por cubrir sus partes pudendas (decenas de miles de personas se sumaron a la campaña pensando que iba en serio).

Las bromas de Abel no estaban exentas de comentario social, como cuando lanzó su Cuarteto de Cuerda en Topless como reflexión sobre la censura. O como cuando fundó la Orquesta Sinfónica del Ku Klux Klan, que paseó por las radios del sur de Estados Unidos y con la que llegó a grabar un disco con la Obertura de Guillermo Tell. O como cuando, en pleno debate sobre el aumento de la pobreza en Estados Unidos, abrió en Nueva York su Escuela Omar para Mendigos, que incluía sede, material didáctico y clases prácticas. La farsa estaba tan bien elaborada que, no importa cuántas veces fue desmentida, siguió apareciendo en la prensa de vez en cuando durante más de una década. A menudo provocaba la indignación, como ocurrió con la Olimpiada Sexual que convocó en 1971 (luego los piquetes que protestaban en el exterior resultaron ser también actores contratados por Abel). O con la campaña Mujeres para Delincuentes, una supuesta asociación de chicas jóvenes que se ofrecían a mantener relaciones sexuales con presos para rehabilitarlos. O sus Cruceros de Eutanasia, barcos de lujo en los que, según los prospectos editados en papel cuché, se podía disfrutar de toda clase de comodidades hasta que, al tercer día, la tripulación lanzaba a los pasajeros por la borda en alta mar.

Todavía en estos últimos años, el Maestro seguía activo. Cuando la Administración Bush estableció un código de color para las alertas antiterroristas, Abel fundó un movimiento para la protección de los daltónicos. En el 2009 todavía consiguió llamar la atención con una asociación para la prohibición de la ornitología porque invadía la vida privada sexual de las aves, y con otra contra la lactancia materna (por considerarla una forma de incesto). Volvieron a tener éxito, quizás más que nunca. Y no es de extrañar. El combustible de las bromas de Abel fue siempre la credulidad y la indignación moral impostada. Y nuestro mundo de Internet ha incrementado ambas considerablemente.