El primer día de clase

Ramón Pernas
Ramón Pernas NORDÉS

OPINIÓN

15 sep 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Recuerdo con nostalgia mi plumier de madera con una estampación de un paisaje alpino, que me hacía soñar con valles exóticos, con destinos lejanos, con paraísos perdidos que no iba a encontrar nunca. Guardaba dos lapiceros, una goma de borrar Milán que yo creía que estaba hecha con fresas y un afilalápices de plástico verde. Mis tesoros del primer día de clase. Sabía leer no sé si con el método Palau, o similar, y lo que más me gustaba aquel primer curso del parvulario era la caligrafía. Dibujaba las letras y las palabras, estaban dibujadas todas las frases que escribía. Los niños de mi generación íbamos al colegio público o a las monjitas de Cristo Rey, que fue mi caso. Vivíamos en un país en blanco y negro, donde los inviernos tendían a perpetuarse y la lluvia era una constante cotidiana. Estrenaba aquel lejano día de septiembre un uniforme azul marino, jersey calcetado en casa, pantalón corto azul marino y cuello duro superpuesto de una suerte de plástico rígido, y en el pecho una insignia de latón con las iniciales JHS, que correspondían a Jesús, Hombre y Salvador. Y viene a cuento porque he visto cómo acudían a clase el primer día de este curso, niñas y niños que emprendían el camino del aprendizaje sin fin, esta semana en los colegios que hay junto a mi casa. Estaban entre asustados y sorprendidos. Comenzaban un viaje sin retorno, desde ese momento los cursos se sucederían uno tras otro, sin detenerse nunca, algunos de ellos aprenderían además del oficio de la vida. Algunos serán el día de mañana, torneros o electricistas, fontaneros, informáticos o peritos. Otros cruzarán las puertas de la universidad para ser médicos o abogados, ingenieros o físicos. Todos tendrán el reto laboral de encontrar un trabajo bien retribuido, algunos emprenderán el camino de la emigración, pero todos recordarán su primer día de clase. Y cuando veía la ilusión o el susto reflejado en las caras de los chavales que acudían al colegio, escuché en la radio del coche la inmensa falta de respeto a la ilustración con el cambalache de másteres, de cursos de maestría, sorteados a políticos con suficiente pedigrí, a meritorios que no nos representan pero que viven gracias a nuestro trabajo, escuché las sospechas de tesis doctorales realizadas con recorta y pega, evitando el esfuerzo y esquivando la necesaria disciplina universitaria. Entonces volví a mi primer día colegial. Supongo que llovía aquel lejano lunes en que fui propietario de un tesoro de madera barnizada, con una ilustración en la tapa que me llevaba a un paisaje alpino, y todavía hoy recuerdo con cariño mi primer plumier. ¿Qué habrá sido de el?