Dos vidas

Ramón Pernas
Ramón Pernas NORDÉS

OPINIÓN

05 may 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Son necesarias para narrar lo vivido. Yo he sido, y soy, un viajero casi profesional, para mí la vida es un viaje permanente, una manera de vivir, una elección acertada, la mejor manera de disfrutar de la tolerancia y de aprender los caminos de la libertad. Cada viaje de los realizados en estas últimas décadas fueron para mí una auténtica estación Termini. Fui y he sido, continúo siéndolo, muy feliz con los periplos viajeros realizados. El viaje es siempre una aventura, una lección de libertad. Necesitaría dos vidas para poder corresponder con los viajes demandados. Una para acudir a las ciudades, a los pueblos y a las aldeas que mi vida me ha permitido conocer, la otra para devolver la visita, para revisitarlas y borrar el deja vu primero, paseando sus calles, reconociendo la foto fija de la primera vez y, ¿por qué no?, iniciar la ceremonia de la despedida. Acabo de regresar de un viaje con origen y destino en mis dos hogares habitados seiscientos kilómetros mediante, y según iba, o venía, mascullaba en baja voz los nombres de los pueblos que quedaban a los lados de la autopista, y en cada uno colocaba un recuerdo, una tarde lluviosa, un día soleado, una mañana en la plaza, el dolce far niente de ver como caía la noche sobre la terraza del hotel mientras contemplaba el río que ceñía la ciudad. Y me reconciliaba con la primavera que se pavoneaba exultante en las copas de los árboles, en el oro viejo de los tojos que me saludaban al entrar en Galicia, en las bandadas de los pájaros rompiendo el marco civil de las fronteras «corvo do pico amarelo, meu merliño mariñeiro…» y me dejaba llevar por los sueños no realizados. Y en ello estaba cuando los recuerdos me asaltaron buscando un cita a plazo fijo, y apareció el caos armónico de Nápoles, un mediodía en el que el sol se clavaba en la mirada y las jóvenes parejas se besaban en el malecón mientras la vida giraba buscando las islas del golfo y el Vesubio era un monstruo durmiente, o la beatitud pequeño burguesa, la ciudad amurallada de Puccini que dejó sin terminar Turandot. Tengo que rendir visita, volver a saludar calles y avenidas, beber el vino de tabernas y vinotecas, reconocer de nuevo su geografía tan querida. Como queridas y bien amadas son París y Berlín los dos corazones de Europa que laten al unísono, y antes del postrer y definitivo viaje, tendré que acudir, en esta primera vida, a las ciudades del norte, que me aguardan sin urgencias en la apacible Dinamarca o en mi añorada Suecia. Dos vidas son menester para rendir pleitesía a los lugares que conformaron mi oficio de hombre. Llevo grabado en el disco duro de la memoria, Buenos Aires y Chicago, Nueva York o Santiago de Chile, y tengo un especial afecto por Cádiz o Sevilla, por Vitoria o Compostela. Son y han sido mi currículo viajero, mi maleta itinerante. Mis dos vidas por vivir.