Coletazos de mayo en diciembre

Cristóbal Ramírez DIARIO DEL 68

OPINIÓN

18 mar 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Corría un año confuso. Tras la revuelta estudiantil y primaveral de 1968 -que en el Ferrol militarizado y ultraderechizado de entonces se interpretó como la gran gamberrada colectiva digna de fusilamientos al amanecer y sin juicio previo-, el principio del curso siguiente fue pacífico. Para ser sinceros, en realidad todos los inicios de curso lo son, pero en ese octubre de 1968 respirar resultaba difícil en toda la geografía universitaria española. Poco a poco se fue recuperando el aliento (el vital, el biológico, que no el político) y el relajo se apoderó de las aulas ayudado por el cansancio, el temor y las grandes dosis de represión en las que la dictadura se mostró siempre muy generosa.

Pero el diablo está en los detalles. Mientras en los distritos universitarios reinaba la paz de los cementerios, en diciembre el coletazo sucedió en el lugar más inesperado: en las fenecidas universidades laborales, unos internados diseñados por la propia dictadura para que los hijos de los trabajadores estudiaran Formación Profesional y carreras técnicas de grado medio.

A mí me tocó la de Huesca, donde se respondió al tirón que dio inicialmente Zaragoza al grito de intentar revivir mayo. Fue una clara protesta contra la dictadura. Allí no hubo frases ingeniosas, ni ganas de cambiar el mundo, ni aventuras de comprobar si debajo de los adoquines estaba o no estaba la playa. Allí lo que se pretendía, bajo el disfraz de algunas reivindicaciones locales menores, era cambiar el régimen. Ni más ni menos.

La protesta constituyó un éxito. Con el rector y el vicerrector encastillados y presumiblemente temiendo perder sus sillones, la gran tropa de Ingeniería Química nos declaramos en huelga y nos marchamos para casa sin ser molestados por la policía, que se limitó a un registro a fondo de nuestros armarios, llevándose por todo botín un gran y clásico y subversivo póster del Che Guevara.

Pero el enemigo estaba dentro de cada uno. Y se llamaba miedo. El centenar y medio de huelguistas empezó a menguar en silencio, y muchos, al ir a subir al autobús en Huesca o al tren en Zaragoza se lo pensaron mejor (¿Cómo explicárselo a tu padre sin llevarte unas interminables bofetadas?) y dieron media vuelta. Ignorantes de ello, 16 llegamos a nuestras casas... unos días antes del expediente de expulsión de la universidad. Galicia estuvo dignamente representada: el 25 % de los que dimos la cara éramos gallegos: uno de Curtis, otro de Pontedeume y dos de Ferrol.