Secuestrados

Manel Loureiro
MANEL LOUREIRO PRODIGIOS COTIDIANOS

OPINIÓN

19 feb 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Probablemente ya lo habrán visto en las páginas de este periódico. En Estados Unidos, la cuna de la libertad, se ha producido un nuevo tiroteo en un instituto, la enésima matanza juvenil. Esta vez, en Florida. El número de muertos, en el momento en el que escribo estas líneas, se eleva a diecisiete, niños y jóvenes todos ellos. Si mientras leen esto les suena a historia repetida, es que lo es. En lo que va de 2018, se han producido diecinueve tiroteos en colegios e institutos norteamericanos. Si, han leído bien. Die-ci-nue-ve.

Eso hace una terrible media de casi tres balaceras por semana. Una cada dos días, prácticamente, y solo en escuelas y centros educativos. Piénsenlo bien. Si hablásemos de cualquier otro país, sería estremecedor. Si este horror sucediese en España estaríamos ante una crisis de estado y de modelo de convivencia tan demoledor que a su lado la cuestión catalana sería un juego floral. Cuando algo tan banal como enviar a tus hijos al colegio se transforma en algo parecido a mandarlos al frente de combate, algo va terriblemente mal.

Si cada vez que ves subir a tus retoños en el autobús sientes un retortijón en el estómago pensando que quizás esa sea la última vez que contemplas su sonrisa confiada al despedirse de ti, la vida se convierte en algo atroz. Y sin embargo esto exactamente está pasando en la nación más poderosa de la tierra y pese a todas las buenas palabras, los golpes en el pecho, los lazos, las vigilias y las velas encendidas en las puertas de los colegios tras las masacres, nada cambia por el momento.

Después de cada tiroteo se pone el contador a cero y se espera, con el corazón encogido, a que suceda la siguiente carnicería rezando para que no toque en el colegio de tus niños. Confiados en que entre todos sus compañeros no haya un lobo solitario de mente trastornada, que no tiene edad legal para comprar una cerveza pero que sin embargo puede adquirir un fusil de asalto sin el menor problema.

No es que los norteamericanos sean masocas, cuidado. A ellos les duelen tanto sus hijos como a cualquiera de nosotros. El problema es mucho más profundo. Un país con una cultura de las armas profundamente enraizada no renuncia al olor de la pólvora de la noche a la mañana. Aunque todas las encuestas revelan que una mayoría abrumadora -mas del 75 %- de los ciudadanos estadounidenses quiere más control en el acceso a las armas de fuego, nadie hace nada.

Y eso es porque frente a esa mayoría, amplia, pero poco cohesionada y nada movilizada, hay una pequeña pero muy ruidosa minoría, agrupada en torno a la Asociación Nacional del Rifle, que defiende de manera muy intensa y organizada su sacrosanto derecho a llevar armas.

Y ante esto, cuando los despachos de los congresistas y senadores se llenan de cartas y llamadas de defensores de las armas pero apenas un par de tímidas voces solicitando de forma expresa su limitación, poco se puede hacer.

Los americanos en su conjunto no son una sociedad sedienta de sangre ni un grupo de pistoleros locos, pero si que es verdad que albergan entre ellos una minoría que es capaz de imponer su voluntad a base de dinero, organización y fanatismo y los mantiene secuestrados, sin que sean capaces de espabilar ni por esas.

Y esto no es una cuestión opinable, sino el mero choque entre lo que los ciudadanos expresan en las encuestas y lo que sucede después en el día a día. Quieren que el mundo cambie, pero que lo cambien otros, que es muy cansado eso de moverse y actuar.

Un buen aviso a navegantes para Europa, donde los grupos minoritarios, radicales y ruidosos pugnan por imponer su agenda en todos los países del continente, frente al aborregamiento adormilado de una enorme mayoría que sabe bien lo que no quiere, pero no es capaz de decir qué demonios pretende para el futuro.

Y así va la cosa. Después de cada tiroteo se pone el contador a cero y se espera, con el corazón encogido, a que suceda la siguiente carnicería