La «trapallada» catalana independiente

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

JOSEP LAGO | Afp

02 feb 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

En todas las lenguas existen palabras que no tienen una traducción que capte los ricos matices que con ellas quieren expresar quienes las usan. Por ejemplo, cuando en gallego decimos trapallada. ¿Cómo traducirlo? No es posible en realidad, pues una trapallada es... una trapallada. Así de claro.

Ese es sin duda el vocablo que mejor define lo que viene sucediendo en Cataluña desde que sus gobernantes autonómicos decidieron utilizar, para revolverse contra la Constitución que legitima su poder, todo el que tenían conferido.

No cabe duda de que en Cataluña hemos asistido a una rebelión institucional, ni de lo que sus organizadores han provocado: un gran daño económico, un destrozo de la convivencia entre los catalanes nacionalistas y los no nacionalistas y un grave deterioro de los vínculos de una parte del país con la nación de la que secularmente forma parte. No cabe duda, tampoco, de que la irresponsabilidad descomunal del secesionismo ha conseguido triturar la agenda política nacional, desprestigiar la imagen de España y sembrar dudas en el exterior sobre la calidad de nuestra democracia.

Pero, más allá de todo eso, el llamado procés secesionista ha sido antes que nada una colosal, trágica y truculenta trapallada. Una rebelión de pacotilla que proclamó por primera vez la independencia de Cataluña durante cinco o diez minutos. Un circo que se hizo efectivo a través de la ley regional de referendo que derogó ¡la Constitución! Un espectáculo grotesco en el que los mismos que se negaban con rotunda contumacia a obedecer las resoluciones del Tribunal Constitucional (TCE) recurrían luego ¡al TCE! como si nada. Un esperpento que hizo del nacionalismo catalán un títere del iluminado Carles Puigdemont. Una farsa agitada en público por quienes reconocían en privado que no tenían posibilidad alguna de ganar. Una comedia de enredo que convirtió al Parlamento catalán en una feria en la que se cerraban pactos que se rompían a la media hora sin el más mínimo pudor, pues los nacionalistas se aliaban y traicionaban sin cesar. Un fraude vergonzoso donde los fondos estatales para el mantenimiento de los servicios públicos catalanes se han dedicado a impulsar la secesión. Una algarada que comenzó apelando a Europa para acabar siendo antieuropea. Una chusca payasada que ha pretendido elegir por televisión al presidente de la Generalitat para que gobernase por teléfono aunque fuese desde más de mil kilómetros de distancia. Una opera bufa en la que se ha asignado el papel de héroe a quien vive huido de la justicia en la suite presidencial de un hotel belga mientras su antiguo segundo está en prisión.

Ha sido tal la trapallada que solo podía acabar como ha acabado: con el presidente del parlamento suspendiendo sine die la sesión de investidura para evitar ser procesado; y con Junqueras, quizá iluminado por la providencia, proponiendo desde la cárcel que se elija presidente a Puigdemont «solo de forma simbólica», es decir, de verdad... pero de coña. ¡Rien ne va plus!