La piel del país

Ramón Pernas
Ramón Pernas NORDÉS

OPINIÓN

28 oct 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Viajé el jueves a Vigo en avión; al aproximarnos al lugar de destino, sobrevolé gran parte de Galicia y pude condolerme de las heridas que el fuego había causado en la vieja piel de mi país. Eran grandes extensiones de monte arrasado, quemado. Cenizas todavía humeantes escribiendo mensajes de auxilio que nadie escuchaba. Solo los molinos eólicos, un Gólgota convertido en un insólito huerto de cruces ponía la nota estrafalaria en el paisaje que recordaba la secuencia última de Espartaco, la película que rodó Kubrick en 1960 y que protagonizó Kirk Douglas. Los últimos fotogramas eran un travelling de docenas de esclavos crucificados al igual que el intrépido Espartaco, líder de una épica rebelión libertadora. Los blancos molinos de viento que cosían la sierra hasta donde se desdibujaba el horizonte, eran asimismo cruces en las tumbas de los montes quemados que dejaban su desnudez calcinada mas allá de los límites de Galicia. Era nuestra piel la que había ardido, señales de alerta de un país que siente cómo en los pilares de la tierra brotan recurrentemente las llamas asesinas. Resultaba impresionante la perspectiva de la tierra quemada que transmitía al viajero un dolor antiguo y solidario. Había ardido nuestro paisaje, nuestra memoria vegetal y arbórea, la savia que corre conjuntamente con la sangre por nuestra venas.

Y al aterrizar retornó la cuestión catalana a ocupar la pantalla que cuenta las noticias en nuestros teléfonos móviles. Llevar en el bolsillo el periódico en tiempo real crea una dependencia enfermiza, y la mañana del jueves era inevitable, por muy contradictoria que fueran, sentir el latido de la información. Trajeron la esperanza de unas elecciones rápidamente desmentidas, y Puigdemont paso de ser un traidor en las voces independentistas de los antisistema, a ser el hacedor de una república catalana separada de España.

La España rota que no podrá ser España hasta que se sucedan al menos dos generaciones. España entera, Cataluña sola, víctima de una esquizofrenia sin discursos, de una nueva historia sin relato apoyada en la posverdad de docenas de mentiras reiteradas.

Se desgarra la piel del país, del gran país con mayúsculas, el que en las viejas enciclopedias escolares limitaba al norte con los montes Pirineos que lo separan de Francia. Y la noria de la indefinición giraba frenética como en un tiovivo que tuviera desbocados los caballos, y el honorable president parecía un derviche loco girando sin parar. Y el tiempo otoñal camuflado de verano en un agosto sin fin fijaba en Pontevedra treinta grados en los barómetros bajo un insólito cielo tremendamente añil a las puertas de noviembre. Y el mundo conocido había enloquecido a los hombres y a los dioses, y en la piel del país llagas negras de ceniza alertaban de extraordinarios sucesos que, como en el Hamlet shakespeariano, nuestra imaginación no puede comprender.