La primera vez que ves París, Texas y Harry Dean Stanton (Travis) aparece en el desierto de Mojave mientras suena el lamento de la guitarra de Ry Cooder, la sensación es muy similar a un directo en la boca del estómago. Allí está Travis, de traje y corbata y gorra roja de béisbol en medio de la nada. Una imagen muy aproximada de lo que debe de ser el hombre contemporáneo: perdido entre la arena, con un último resto de agua en la botella y sin memoria.
París, Texas es una de esas películas que ya están enteras en el guion. Y aunque luego tiene que venir un Wim Wenders y filmarla, darle cuerpo, lo cierto es que el texto de Sam Shepard ya era de carne y hueso, y por él ya fluía sangre genuina, extraída del río turbulento de sus Crónicas de motel.
Ahora que Sam Shepard se ha largado al otro mundo casi sin avisar, me he acordado de que en la historia del cine nadie se larga como John Wayne. Lo habitual es que Wayne, consciente de que su sola presencia atrae las desgracias y los conflictos, después de resolver el entuerto que sea, acabe por pirarse. Y cómo lo hacía. Wayne se iba sin rumbo y con unos adioses épicos, silenciosos y fordianos.
Y en esto, tantos años después, 1984 o así, llegan Shepard y Wenders y ponen a Travis en un aparcamiento iluminado apenas con el resplandor de la noche americana del gran wéstern. Y cuando sabe que su hijo Hunter y su mujer Jane (una espléndida Nastassja Kinski) ya están juntos de nuevo, Travis se sube al coche y se marcha por las avenidas de Houston. Y se larga -a ninguna parte, por supuesto- como no lo había hecho nadie en la historia del cine desde que John Ford enmarcó a John Wayne en la última escena de Centauros del desierto.