Puigdemont, a pesar de su peinado, es la primera autoridad autonómica y estatal de Cataluña. Y, para tomar posesión de sus cargos, tuvo que jurar lealtad a la Constitución y al rey, y, sobre todo, «cumplir y hacer cumplir las leyes». Por eso debería saber qué alcance iban a tener sus palabras cuando, mediante una provocadora metonimia, le pidió a Rajoy que invadiese Cataluña con estas tres intenciones. Primera, tener una disculpa externa para embarrancar el procés y dimitir heroicamente. Segunda, descalificar el uso de la fuerza como recurso autoritario y contraponerlo a las urnas ilegales como recurso democrático. Y tercera, convencer a los ya convencidos de que reponer la legalidad por la fuerza sería una agresión contra Cataluña, en vez de ser una operación contra los gobernantes gamberros que primero juran la ley y después hacen de ella mangas y capirotes.
La treta es antigua, y los independentistas la usan con infinito descaro. Pero la tosquedad del truco no ha impedido que muchos buenos ciudadanos hayan caído en la trampa de creer que la unidad del Estado -que en España es ley- solo se puede defender con palabras y silogismos, pero que, si los independentistas persistiesen en su error, no quedaría más remedio que plegarse a sus designios. Y a eso, señor Rajoy, hay que responder expresamente.
Lo que diferencia la ley de los consejos y convicciones es que tiene en su ADN el cumplimiento obligatorio -voluntario o forzoso- de lo que ordena, y que, en su virtud, solo el Estado soberano tiene el monopolio de la violencia legítima. Y eso quiere decir que, si el Estado renunciase al uso de la violencia, y no hiciese cumplir la ley, dejaría de ser Estado, y todos los ciudadanos, nuestros intereses y nuestro capital axiológico y político, quedarían a merced de los delincuentes y los líderes temerarios.
Puigdemont lo sabe, porque para eso mantiene una policía -los Mossos d’Esquadra- que, lejos de contenerse en el uso de la porra y la pistola, se hizo famosa -como estructura de Estado que aspira a ser- por todo lo contrario. Lo que no sabe Puigdemont es que la misma legitimidad que exhibe su policía para meter en cintura al hooligan de la Juve que celebra borracho la eliminación del Barça, podrían exhibirla las fuerzas de orden público -incluidos los Mossos- para contener a las autoridades del Estado que, sublevadas contra el propio Estado, delinquen a caño abierto, e inducen a delinquir a muchas personas que se fían de su apariencia institucional.
Por eso hay que recordarle a Puigdemont & Co. que si piensan que la ley se puede incumplir por falta de arrestos para hacerla cumplir, están equivocados. Y que lo único que cabe discutir es el cuándo y el cómo, pero nunca el qué. Porque ese qué es el país en el que vivimos, y la autoridad que hemos legitimado para defenderlo y gobernarlo.