Al ejercicio de autodestrucción colectiva del PSOE solo le hubiera faltado una escena berlanguiana final: Mariano Rajoy saliendo a celebrar la victoria en el balcón de la sede socialista de Ferraz, mientras Pablo Iglesias aplaude a rabiar. El destrozo es de tal magnitud que el líder del PP es ahora el que puede imponer sus condiciones para ser investido, sabedor de que en unas hipotéticas terceras elecciones barrería en las urnas. Al mismo tiempo, es oxígeno para Podemos, también sumido en peleas internas, que tiene libre el campo de la oposición de izquierdas, mucho más si el PSOE pasa a la abstención. Tras el asesinato democrático de Pedro Sánchez en el comité federal, parafraseando la novela de Vázquez Montalbán, no solo hay que registrar un muerto. Algunos de los que ganaron el sábado también lo están, pero aún no lo saben, son una especie de zombis que creen seguir vivos. Pero es el propio partido, y esto es lo importante, el que ha quedado herido de muerte. Si no fallece en una deriva de pasokización irreversible, le llevará muchísimo tiempo recuperarse del haraquiri. Puede que los 85 escaños que hoy parecen una debacle se conviertan en una entelequia. Mucho tendrá que coser la costurera Susana Díaz para reparar lo que se ha hartado de descoser con la inestimable colaboración de los barones. Sánchez tendría que haber dimitido tras el 20D, el 26J o el 25S. No lo hizo y esa es su gran responsabilidad en este desastre. La de Díaz es haberle segado la hierba bajo los pies desde que vio que no era la marioneta manejable que ella suponía. Por cierto, las primarias también han perecido en combate, ya que las bases han sido desautorizadas. El resultado de esta lucha encarnizada por el poder es un edificio en ruinas. ¡El PSOE ha muerto, viva Rajoy!