La corrupción nos está matando a todos

Luís Pousa Rodríguez
Luís Pousa FARRAPOS DE GAITA

OPINIÓN

15 feb 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Cuando Esperanza Aguirre era ministra de Educación y Cultura en el primer Gobierno de José María Aznar, recorrió durante una visita a Galicia las instalaciones del Archivo del Reino de Galicia en A Coruña. Allí estábamos los pipiolos del periodismo callejero para tomar nota. Eran los tiempos en los que Espe, como la llamaban los reporteros de Caiga quien caiga, tenía su propio espacio en el programa más gamberro de la televisión de entonces y El Gran Wyoming y Pablo Carbonell la habían convertido a golpe de gracietas en uno de los personajes más populares de la escena política. En el Archivo del Reino, con vistas al romántico jardín de San Carlos y a la tumba de sir John Moore, hacía de anfitrión el conselleiro de Cultura, Pérez Varela, que trataba de animar el trámite con ese estilo desenfadado y campechano que esgrimían en la derecha gallega los de la boina frente a los del birrete. En uno de los chascarrillos, Pérez Varela debió de pasarse de frenada, porque los pardillos que hacíamos guardia entre los legajos y los códices pudimos oír a la ministra recriminando al conselleiro:

-Ay, Jesús, qué bruto eres. Parece mentira que seas consejero.

Así se las gastaba Esperanza Aguirre, la autoproclamada liberal que hizo del desparpajo y el lenguaje directo las señas de identidad de sus 33 años en la política nacional. Ayer, para celebrar a su manera el Día de los Enamorados, reventó los telediarios con el anuncio de su dimisión y adornándose en el relato:

-La corrupción nos está matando a todos.

Rajoy, con esa parsimonia que exaspera a sus rivales e incluso a sus pretorianos, ha basado su carrera política en el antiguo arte de sentarse a la puerta de casa para ver desfilar los cadáveres de sus enemigos. Su revólver tiene más muescas que la empuñadura de plata del látigo del malvado Liberty Valance. Ayer, recostado en la mecedora desde la que va rumiando sus estrategias, pasaron ante su mirada de gurú del póker los restos mortales de Esperanza Aguirre, una de sus más obstinadas y correosas adversarias, a la que en realidad solo le unían pequeños detalles: la militancia en el PP, recurrir al ya insostenible «a mí que me registren» ante el enésimo escándalo de corrupción -si insistes mucho en lo de «a mí que me registren», al final acaba por entrar la Guardia Civil en tu sede- y, sobre todo, haber sobrevivido juntos a un accidente de helicóptero. El resto eran discrepancias y disonancias.

Pero no creo que el presidente del Gobierno en funciones festejase ayer la defunción política de Aguirre, porque el portazo de la díscola lideresa madrileña tiene mucho de empujón a Rajoy. Más que renunciar, Esperanza ha mostrado al presidente del PP dónde está la salida de emergencia de Génova 13.

Porque lo malo de ese vicio necrológico de acomodarse en la silla mientras se ven desfilar los cuerpos sin vida de los enemigos, es que al final, el día menos pensado, uno acaba viendo pasar su propio cadáver.