Permítame el lector una ficción: imaginemos que, coincidiendo estos días con el estreno de El despertar de la fuerza, la última y espectacular entrega de la factoría Lucasfilm, hubiera llegado a las pantallas la modesta película que en 1952 rodó John Ford: El hombre tranquilo. ¿Hubiera tenido la maravillosa historia del ex boxeador Sean Thornton (John Wayne) y la condenada pelirroja Mary Kate Danaher (Maureen O?Hara) alguna posibilidad de competir con toda la truquería digital de la VII entrega de La Guerra de las Galaxias? Probablemente no.
Ford nos cuenta sencillamente una historia universal: la de un hombre carcomido por un trágico recuerdo del pasado, del que huye regresando a la tierra de su infancia, donde conoce a una mujer de la que se enamora perdidamente apenas le echa el ojo encima. Todo en El hombre tranquilo -la inimitable ternura, el arrollador sentido del humor, la insobornable honestidad- resulta auténtico y real: sus paisajes, sus personajes y su historia.
Es el inmenso talento de John Ford el que transforma una materia prima de extraordinaria sencillez en una obra de arte inolvidable, que no está rodada pensando en la taquilla sino en lo que todo profesional debe pensar: en hacer bien el trabajo al que ha decidido dedicarse.
Vargas Llosa relató con todo lujo de detalles en un libro publicado en 1971 y, luego, durante muchos años desaparecido del mercado (García Márquez, historia de un deicidio) la peripecia profesional y personal que llevó al Premio Nobel colombiano a escribir, entre otras obras, la que acabaría por ser una de las más grandes novelas de la literatura universal: Cien años de soledad.
Parirla supuso para Márquez una auténtica tortura, pues Gabo rompía y escribía, escribía y rompía, una y otra vez, mientras Mercedes, su mujer se las componía como podía para que hubiera en casa de comer? y de beber. Y es que el objetivo de Márquez no era escribir un libro para vender muchos ejemplares. No, él solo quería escribir una novela de la que sentirse, como creador, plenamente satisfecho.
Frente a esa pretensión, que era la de Ford, y la de tantos otros -artistas o no- cuyo éxito ha sido y es el resultado de un trabajo bien hecho que perseguía mucho más la excelencia que el triunfo, gana terreno cada día la filosofía del bestseller, en la que lo importante no es la calidad misma del producto, sino los resultados, muchas veces exclusivamente económicos, que con aquel tratan de obtenerse.
Por mi parte, estoy cada vez más convencido de que esa filosofía, como práctica de vida, constituye una verdadera perversión, que conduce poco a poco, pero de un modo inevitable, a una degradación de la calidad no solo de la oferta sino también de la demanda, fundidas finalmente en una armonía tan perfecta como inútil.