Todos los políticos afectados por el 20-D comparten estos días una sensación física y mental: el agotamiento. Da igual la liga en la que juegue cada uno; las campañas electorales son la prueba evidente de que el ser humano se parece en sus debilidades mucho más de lo que se muestra en la dramaturgia de los mítines.
La política consiste en trabajarse la distancia con el contrario y en este tiempo acelerado que hoy nos llevará a las urnas aproximarse al adversario se ha penalizado con una bajada en el precio de las hortalizas que esta semana cotizaron en Andorra como si fueran votos, en un juego absurdo que indica que nuestra democracia anda todavía por la adolescencia y necesitada de control parental.
Pero la sobreactuación es agotadora y por eso se inventó la jornada de reflexión, que es en realidad un tiempo para desintoxicarse de tanto teatro. Cuando en España los políticos volvieron a hacer campaña después de cuarenta años de partido único, la prensa indagaba en el soporte químico que explicaba semejante hiperactividad, incompatible con la naturaleza humana.
Hay algo patológico en ese afán de los candidatos por hacerse ubicuos en los días previos a recibir la confianza de los ciudadanos, de forma que hacia el final de la campaña empiezan a parecer boxeadores sonados que repiten como loros un mensaje en el que importa mucho más la forma que el fondo.
Son tics que se han acentuado en este proceso electoral, como si dos días antes del examen se pudieran aprobar todas las asignaturas que se descuidaron durante el curso. Los ciudadanos pondrán hoy sus notas. Y entonces quedará claro que la trascendencia de la campaña era impostada y agotadora.