La campaña electoral está articulada sobre dos ideas distintas de democracia. La de Rajoy, que piensa que votamos para elegir a los que nos gobiernan; y la de Pablo Iglesias, que está convencido de que nuestra misión es crear contrapoderes que limiten al máximo el poder del Gobierno. Cerca de ellos, en un segundo plano, están dos sombras: la de Albert Rivera, que piensa igual que Rajoy, y solo pretende ser la salsa que le dé color y sabor a los vulgares platos del PP; y la de Pedro Sánchez, que, después de picar como un pardillo en la oferta deconstructora de Iglesias, pensando que Podemos iba a engordar a costa del PP, acaba de darse cuenta de que la cantera que explotaba Iglesias era el PSOE, y de que, en vez de ser el portero de un edificio lleno de vecinos, está a punto de convertirse en el peón demoledor de un palacio histórico, otrora precioso, cuyos escombros parecen destinados a rellenar baches y barrancos.
Lo que dice la encuesta de Sondaxe, publicada ayer, es que la derecha avanza en España, y que la única variación que cabe esperar es que los alimenticios y aburridos platos del PP se sirvan con las dos salsas -rosa y vinagreta- que prepara Rivera. Aunque también advierte de que, si Sánchez se enroca en su frustración -como hizo en las municipales-, y si el pinche de cocina Rivera se empeña en ascender a chef antes de tiempo -¡sería el «chef Rivera»!, como el de Padrón- el único ganador sería Iglesias, que con solo 56 diputados, fragmentados en cuatro facciones territoriales que no se reconocen ideológicamente, podría hacer ingobernable el país y plantarnos en otras elecciones, al puro estilo Mas, en el plazo de un año.
La teoría clásica dice que la buena democracia es la que bien se gobierna, y que por eso los griegos le llamaron democracia (el poder de la gente), en vez de llamarle democaos (el desorden del pueblo). Pero el discurso que manejan muchos españoles, cuyos valores parecen ser la novedad y el pluralismo, cree que la democracia no es más que un pulso que los ciudadanos le echamos al Gobierno, y que cuanto menos poder y menos estabilidad tiene el Gobierno, más fuerte es la democracia. Porque, para los seguidores de esta teoría, el Gobierno solo viene a ser el gran amolador que nos hace sufrir y nos cuenta cuentos de Calleja. Y nuestro deber es atarlo, amordazarlo y trasladar su poder a un hemiciclo fragmentado y caótico que emule los logros de la torre de Babel.
Los números de la encuesta no son malos. Y hasta pueden ser muy positivos si se utilizan bien. Pero todo va a depender de si el nuevo Parlamento se limita a ser el poder legislativo, o pretende secuestrar al ejecutivo. Porque si tal cosa sucede, y los más frustrados se hacen dueños del nuevo tiempo político, podemos entrar en el democaos, y enterarnos, ¡por fin!, de lo que vale un peine.