Fráncfort

Ramón Pernas
Ramón Pernas NORDÉS

OPINIÓN

18 oct 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Hace algo más de treinta años que acudo cada octubre a la mayor feria del libro del mundo, a la Frankfurter Buchmesse; desde entonces suelo comer al menos un día en un viejo restaurante del centro comercial de la ciudad, el Hauptwache, el café del reloj, que es un fiel reflejo del profundo cambio de la sociedad alemana.

La primera vez que lo visité, los baños estaban atendidos por ciudadanos de la República alemana que habían sufrido alguna merma física en la segunda gran guerra, mutilados o con secuelas evidentes, que vigilaban y mantenían limpios los servicios del viejo café. En la siguiente década fueron sustituidos por emigrantes del Este europeo, y en los últimos diez años son bangladesíes, pakistaníes y africanos.

Algo parecido ocurrió en los taxis: los amarillos e impolutos Mercedes Benz, que son el grueso de la flota de los servicios del taxi, eran conducidos hace treinta años por muchachos rubios y fornidos de manual, arquetipo de los alemanes, que luego mudaron en conductores turcos, kurdos y algún que otro polaco, serbio o croata. Como en los baños antes citados, ahora son un aluvión de asiáticos quienes se ocupan mayoritariamente de conducir los taxis.

En los restaurantes se mantiene básicamente personal local, con alguna que otra incrustación del sur de Europa en la oferta de restauración del barrio de Sachsenhausen, frecuentado por turistas. Sobrevive algún que otro camarero veterano español, italiano e incluso griego.

Como griego -«da parte de Salónica»- es el propietario del llamado Centro Cultural Gallego de Stufermauer, casi en el centro de la ciudad, vecino al Zeil, que regenta con su mujer Dolores, santiaguesa de nación, y donde se come el mejor pulpo y la mejor tortilla de patatas de toda la ribera del Meno. Hace años era punto de reunión de emigrantes de primera generación, muchos de ellos ya retornados, que hacían tertulia en torno a unos botellines de San Miguel; ahora son alemanes quienes van a beber un par de tercios de Estrella Galicia, cerveza de culto en la patria cervecera, mientras su dueño se expresa en un fluido gallego que los indígenas están convencidos de que es español.

Del escándalo económico de cuando los marcos se cambiaban por ochenta pesetas, pasando por el esfuerzo financiero de la reunificación hace ahora veinticinco años, a la cultura del euro, los precios se han ido moderando. Un taxi desde el aeropuerto al centro cuesta menos de treinta euros, y eso que está diez kilómetros más lejos que Barajas de Madrid. Una copa/caña de cerveza está en torno a dos euros cincuenta, y la ropa se ha democratizado en sus precios finales. El salario medio -minijobs aparte- es dos veces y medio el español, pero de ese y otros temas seguiremos escribiendo, que no cabe en un folio.