La joven que hacía de guía, miró a los visitantes, se encogió de hombros y dijo: «Discúlpenme, pero yo adoro a Nerón». Con su linterna, fue desentrañando el misterio de aquella querencia. Las maravillas de la Domus Aurea. Todas las ciudades guardan joyas, pero algunas son como aquellos barcos que cruzaban el océano con las entrañas cargadas de oro. Roma es una de ellas. Los arqueólogos siguen dándole brillo a un diamante que todavía necesita años de restauración. Es la Domus Aurea, la casa que ordenó levantar Nerón tras el oportuno incendio que devoró la ciudad. Cuentan que el emperador, al entrar en el complejo de trescientas estancias, decoradas con oro, mármol y marfil, dijo: «Por fin voy a poder vivir como un ser humano». La arquitectura jugaba con la luz, con los mosaicos, las piedras preciosas. Su relato es un camino entre la historia y la leyenda, porque la casa guarda secretos. La sala octogonal, las especulaciones sobre una gran mesa giratoria, el lago artificial...
Los sucesores de Nerón quisieron borrar su rastro. Arrancaron los materiales más valiosos de la residencia y, literalmente, la enterraron, para dar nuevos usos al terreno. En el Renacimiento, muchos artistas se colaron en la residencia en busca de inspiración, como adolescentes que roban fruta madura.
Pinturicchio dejó su firma en una pared. Y es en las paredes donde se observa el milagro. Una capa nacida de la humedad y el frío recubre los frescos, pero los ha conservado. Solo hay pequeñas porciones restauradas. Quedan metros y metros de pasillos y salas por descubrir. Y la guía dice: «¿Me entienden ahora? Pero no olviden que Nerón fue Nerón». A algunos, deslumbrados por otras Domus Aurea, se les olvidan sus nerones.