Esa es la palabra inglesa para definir a un espíritu burlón, un duende. También fue el apodo que se le puso al neutrino, la partícula menos pesada y más abundante del universo. ¿Por qué? Porque aunque se propuso teóricamente en 1930, costó muchísimo descubrirlo, hasta 1956. Para ser detectado tiene que tocarse con nosotros o con los aparatos que hacemos, que están hechos de átomos. En el átomo más sencillo (formado por un protón y un electrón), el protón supone el 99.999% de su masa, pero solo una cienmilésima parte de su diámetro. Si el átomo fuese como un campo de fútbol, el protón (con carga positiva) sería una arenilla de pocos milímetros colocada en el centro y el electrón (con carga negativa), una brizna microscópica que usa todo el resto del estadio para dar vueltas. ¡La materia de la que estamos hechos es un enorme vacío! Tiene volumen y se ordena gracias a un equilibrio de atracciones y repulsiones de cargas eléctricas de los átomos que la forman. Pues en ese estadio, el neutrino sería un millón de veces aún más pequeño que la brizna. Pero es que además no tiene carga eléctrica, con lo cual no se enterará de la existencia ni del protón ni del electrón, a no ser que choque con ellos directamente, algo que roza lo imposible. Solo uno de cada 100 trillones consigue chocar con un átomo de nuestro cuerpo. Los ganadores del Nobel de Física 2015 descubrieron, al filo del año 2000, que el neutrino se esconde aún más: durante su viaje se traviste y cambia de identidad. El burlón hace honor a su apodo.