Cuando en la televisión interrumpen la programación por dar una noticia, puedes echarte a temblar. Así fue. El titular era un latigazo: «Tragedia en A Coruña». Seis muertos en un rali. Tremendo. Es el momento de estar con las familias, pero sin dejar de hacerse preguntas. ¿Qué pudo fallar? La curva era de las que cortan la respiración, de las que por desgracia tan bien conocemos en Galicia, esas carreteras secundarias que solo sirven para vomitar y para matarse. Pero fue en la recta donde el coche se convirtió en un horror. Un coche sin control siempre es un desastre. En teoría el peligro estaba en la otra cuneta. Pero en un rali con bólidos a esa velocidad ¿cómo se puede calcular el peligro sin fallar? Demasiado espanto para una tarde de fiesta. Los accidentes de coche pasaron de ser la primera causa de muerte externa o no natural en España en el 2007 a ser la quinta en el 2013. Hemos avanzado algo, en la guerra del asfalto, en educación vial. Pero todavía nos queda mucho. Aún asociamos velocidad a positivo, cuando tantas veces solo hace llorar. Nos atrae el vértigo de la velocidad, practicarlo o verlo, pero en el vértigo siempre hay peligro. Y los peligros hay que medirlos, todo lo que se pueda. Pensar antes de actuar. A veces reflexionar un minuto da años de vida. Las carreras son peligrosas. Hasta en los circuitos de fórmula 1. Demasiadas películas con coches a tope. Una saga de éxito mundial va por la séptima entrega, con las butacas llenas. Pero una butaca no es una cuneta en medio del monte. Demasiada excitación sobre los coches como ruletas rusas. Hay pasiones y pasiones. Tengo edad para saber que el riesgo hace latir el corazón. Pero un riesgo sin control solo tiene una meta. Queremos saber qué pasó y por qué pasó. Es lo único que le podemos ofrecer a las familias.