Está bien preocuparse por la seguridad personal de Rodrigo Rato. La policía debe hacerlo. Confieso que soy más de preocuparme e indignarme por los estafados de las preferentes, los dispendios sonrojantes de las tarjetas black o el blanqueo de capitales. Se dirá que una cosa no quita la otra. Es cierto. También se incidirá en la sacrosanta presunción de inocencia, que parece regir para el exvicepresidente pero no en el caso de Bárcenas, que produce asco a varios dirigentes del PP, según repiten en televisión cuando les preguntan por la corrupción que afecta a su partido. Protéjase a Rato ante el aluvión de amenazas tuiteras, aunque no se haya hecho lo mismo en otros casos igualmente graves. Que sus cuatro escoltas velen por sus relajados baños veraniegos, ora en el mar ora en la piscina, y por sus paseos en Vespa por Gijón. Faltaría más. Lo ha sido todo. Ese fue el argumento que utilizó Fernández Díaz para justificar que lo recibiera personalmente en su despacho ministerial, los altos cargos que ocupó. Precisamente lo que provoca una gran alarma social, que un exvicepresidente del Gobierno, ex director-gerente del FMI y expresidente de Bankia esté imputado por delitos gravísimos es el argumento que sirvió al ministro para defender el trato de favor que le otorgó. Fernández Díaz se lamentó en el Congreso de haber sido ingenuo. Esperaba que la oposición comprendiera y aceptara sin más que se reuniera con un presunto delincuente, amigo suyo desde hace muchos años y de su mismo partido, investigado por la Guardia Civil, que está bajo sus órdenes. Y, además, va Rato y dice que hablaron de todo lo que le está pasando, para complicárselo aún más. Ingratos.