Si de la autopsia de Marina Okarynska y Laura del Hoyo resultase que ninguna sufrió un delito contra la libertad sexual será difícil solicitar para el presunto culpable de su brutal asesinato la pena de prisión permanente revisable (p. p. r.). Ello solo probaría su deficiente definición en el Código Penal, donde un plazo excesivo para la revisión de la condena pervive con una regulación de la pena que dejaría fuera de su aplicación a un presunto criminal que encaja a la perfección en el tipo de peligrosísimos delincuentes que deberían ser objeto de tal castigo excepcional. Como suele ocurrir en España, el debate sobre la p. p. r. ha pivotado sobre un falso apriorismo: estar a favor sería conservador y en contra progresista. Es esa demagogia que se permiten quienes no dan jamás respuesta a las preguntas complicadas. A una pregunta, sin ir más lejos, que late en el fondo de la inclusión de la p. p. r. en la legislación de un amplío grupo de viejas democracias: ¿qué hay que hacer con un delincuente respecto del cual los informes de los especialistas ponen de relieve que es altísimamente probable que vuelva a cometer el mismo tipo de delitos por los que cumple su condena? Morate -protegido, claro, por la presunción de inocencia pese a las sólidas pruebas policiales existentes contra él-, con graves antecedentes por maltrato, había cumplido condena por la detención ilegal de una pareja anterior.
Su absoluto desprecio a la libertad e integridad física y moral de las mujeres, demostrada de forma contundente y reiterada, ha culminado presuntamente en un doble asesinato, de una inhumana crueldad, que lo convierten en un auténtico peligro para la sociedad y de forma muy especial para las mujeres, con las que se ha ensañado a lo largo de su vida. Si, a la vista de las circunstancias concurrentes en el crimen, Morate fuera condenado finalmente a p. p. r., a favor de la cual me he manifestado, pese a ser tan políticamente incorrecto como es, el asumir el coste de que se me insulte por ello me da derecho a preguntarles a todos los que, desde un presunto progresismo, están en contra de esa pena qué harían ellos con los peligrosísimos delincuentes, que todo indica que seguirán siéndolo cuando salgan de prisión.
Esa es la pregunta a la que hay que dar respuesta, más allá de los prejuicios derivados de una época en que los penados eran casi siempre desheredados de la tierra. El presunto asesino Sergio Morate y todos los que, como él, odian a las mujeres hasta llegar a maltratarlas o incluso a asesinarlas, no son esos desheredados de los que hablaba Concepción Arenal al escribir «odia al delito y compadece al delincuente». Son seres malvados, que las sociedades civilizadas tienen derecho a apartar de la vida en libertad mientras no quede suficientemente acreditada la realidad de una verdadera reinserción.